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viernes, 17 de octubre de 2014

"Otoño"

"Monte de Estépar" de Juan Vallejo

Por Juan Vallejo
A los compañeros de la Memoria Histórica de Burgos



Entra la vida deslizándose por el envés de las hojas de los robles. Despeja sombras y varadas partículas de polvo que el verano ha depositado sigilosamente. Cual si un silencio anudara otro silencio y ambos confabularan un saludo. Los verdes del Veronés han cuajado un mortecino matiz que funde deslavados cadmios sobre las costuras de los árboles que surten de hiel al Monte de Estépar.

Vierte la amanecida escarchas antiguas licuadas de un bermellón insistente que todo lo impregna. De tal modo se acrisola este enfrentamiento de liquen y memoria, que las dentadas hojas optan por desprenderse. Las acompaña una incipiente rosada que escarcha el humus que cuaja la tierra. Una tierra de sienas y tostados que emulsionan cárdenos vetustos, como si las raíces de los árboles se hubieran confabulado con la sangre de los mártires que allí fusiló el rojo y gualda. Leves matices violáceos se vislumbran por los troncos de estos árboles sagrados, despertando en las costuras de sus cortezas llagas efervescentes por donde el ruido y la furia van relatando gritos y disparos, cual si un Faulkner cualquiera dibujara la no muerte; un incruento sacrificio de palabras amordazadas concebidas en el dendros, en el amnios de estos árboles de sangre y noche: verbalizan la vida por el aire de este monte inmortal. 
De tal suerte se instala la imposible muerte con esta naturaleza, que el yodo efectúa una imprimación sobre la cal: hebra en las osamentas un diálogo con las hojas caídas, recientes, opacas y quebradizas. Se fuga la palabra. Por ello el lenguaje lo pronuncia el viento, lo distribuye por el universo, lo propala en una circular y trasversal metáfora pergeñando un diccionario blanco de mudas oraciones. Los silencios son desvelados, la muerte rompe la muerte. El blanco consuma la cal. La sílaba muda queda aliada con la ira. Estépar sorbe el otoño en haces de adobe y espigas: labra el libro de los sueños rotos. El facistol del monte sujeta el cantoral de la estación desnudadora de la sangre. Coros de fusilados enuncian del cosmos la nueva estación. La insuerte esta echada.


Pisa el tapiz de esta consunción de verdes el silencio. Un amanecer tras otro dispone de este diálogo fúnebre. Lo fracciona en las presencias de muchachos muy jóvenes que liberan el plomo y el dolor. Pronuncian la anatomía del verbo de la libertad. ¡Cómo lo enuncian! Pareciera que unce el monte la noche con la noche anterior; queda tiznado el paisaje de amianto, de silencios hilvanados con rotas frases; detonaciones retumbando las cosechas: es el siena y la pólvora que licúa la libertad en una complicidad matérica.


Por el horizonte, blande, tremola el ocaso una franja de violetas e índigos que siegan del rojo de la libertad: escaldaduras de endrinos. Robados de la mies de las veredas, de las cunetas donde yace la vida que no fuimos, que no supimos amar, trazan un sendero de jaldes y amarillos. Los dioses se muestran satisfechos por esta savia relatora. Obra la inmemoria hachazos de hiel y desvela olor a pan, como si el trigo compareciera en el refractario hogar con la lumbre de las tumbas de tierra. 
Se enredan en las zarzas los últimos diálogos de las sacas. De ahí les desaloja este milagro. Ellos hicieron aquella sembradura y se trasvasa un silencio que descifra su reverso. Las lee, las pronuncia con vez queda, amatoria. En tanto que este portento acaece, los niños mayores que hurgan entre la muerte, hablan un insólito idioma capaz de dar razón de los sentidos allí desparramados. Un lenguaje bellísimo que habla de amor, de libertad, de solidaridad. Palabras que viajan entreveradas con ecos lejanos, a veces cercanos, muy próximos, como si la vida palpitara en las hojas desprendidas.

Mueve el viento este verbo por el paraje de Estépar. El otoño le recibe y a su vez le concibe.


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