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sábado, 27 de diciembre de 2014

El retrato de los reyes


Por Juan Vallejo

En el Patio Herreriano de Valladolid, en su claustro, posa una mole de bronce del Rey Juan Carlos I vaciada por el pintor escultor Antonio López. Este armatoste inerte, es una especie de susto caído sobre este edificio que yace sin pena ni gloria ante el trasunto de las obras allí expuestas.
Otro tanto sucede con el retrato real que dicho artista acaba de terminar después de 20 años de tribulaciones en el estudio que Patrimonio le brindara en el Palacio Real. Ni que decir tiene, que el pintor está vinculado al Patrimonio Nacional con su obra y unos emolumentos vergonzosos.
Este retrato, realizado con la vista cansada, deja la huella de unos seres que parece que piden limosna. Olvida el pintor que su estatura es para siempre. Recortados y pegados como la nación, con el ungüento de la corrupción: es la vida de nadie; un retrato sórdido por donde los años se borran, revestidos de unos ropajes que abrigan la vaciedad en una habitación sin luz. La memoria de la carne está fatigada en sus rostros, en sus manos; les falta la maleta; acaso una de Eduardo Naranjo arrojada en un contenedor por aquello del exilio imposible. Son seres aparecidos, no salen de ningún lugar. En ellos merodea la insustancia y el sinsentido. No hay ninguna ambición artística en el cuadro. Lo anacrónico de sus caras no invita a pensar en su infausta historia, en su desdichada ralea de vicios y prebendas. Ni un solo pliegue de sus facciones asoma la poliédrica realidad de que fueron protagonistas: un cuadro insulso a todas luces.

¿Por qué están así? ¿Qué respuesta cabe ante estos personajes? La percepción estética de la realidad huye y subvierte sus expresiones: parecen los mismos; unos y otros son lo mismo: la mismisidad de la opacidad, de la comicidad, del estafermo. Ni siquiera la claridad es irritante para detraer tanto quietamiento. Pareciera que el pintor se limita a cortar y pegar reportajes del Hola, como así hizo lustro tras lustro, en tanto la España borbónica se denigraba, sin parar mientes en el realismo extraordinario que hubiera podido hacer de este cuadro un historicidio si me lo permiten , lo que infiere el afán crematístico del encargo y la ausencia total de arte.

La transfusión de la herencia borbónica brilla por su ausencia: es un mobiliario humano el que dibuja. Es un cuadro frustrado, una ornamentación. Ni siquiera un fondo, el de la ciudad donde parasitan; claro que esto hubiera significado otros veinte años de bicoca.
Sombras de un ayer para otro amanecer de hielo. Colores que delatan un país de cuché y mentira; por ello es un retrato inútil sobre inútiles. Personajes que no transitan, que se deconstruyen en un pertinaz desastre pues la sustancia ha sido engullida por la luz artificial de focos de neón. Son objetos que se presentan a sí mismos, lo que nos permite averiguar su hipotecada vida de vividores y su talento residual. No cabe explorar otros aspectos: son figuras escuetas que no traspasan la luz; delimitan el espacio cual soledad destruida, descompuesta. Acaso hay un punto de inflexión en la mirada por el que se abstraen de la realidad; un retrato post mortem, tramposo: una labor de relojero; un disfraz del tiempo; una fuga de la memoria.

Con la edad de Antonio López a los pintores debe importarles la verdad, lo cual no es sinónimo de realismo. El fracaso del pintor ante la gran oportunidad de plasmar la fisicidad de los reyes y príncipes, ha resultado un cuadro mentiroso. Una ocasión única de inmortalizar la decadencia, la degradación de unos seres que han vivido de nosotros, entre nosotros. Ha acertado en la repelencia de los personajes: entre sí se rechazan como si un misérrimo linaje les atenazara. ¿Por qué no se ha  involucrado emocionalmente el pintor? Mimbres tiene para ello. ¿O no? El rey actual es un punto de fuga de la escena, de la abulia artística del lienzo, como si un espejo le reflejara inseguro, torpe, manejable; algo es algo; pero es que entonces no era rey, o sí lo era.
Puede que Antonio López haya ahorrado muchas horas al talento para matar al pensamiento en favor de la idea, para desbaratar tan insulsa realidad. Pero su cuadro no es otra cosa que una pintura sin historia.

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