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martes, 3 de julio de 2012

Ficciones estivales

Los termómetros de la ciudad rayaban los treinta y cinco grados. Los perros estaban a la sombra. Los delincuentes estaban a la sombra. Las mujeres embarazadas estaban a la sombra. Los parados estaban a la sombra. Los niños estaban a la sombra. Las autoridades municipales estaban a la sombra. En la gran sombrilla se publicitaba un supositorio de marca alemana. Te regalaban, además, un ventilador de bajo consumo.

Estaba frente al balón. Unos metros más allá, el portero del equipo contrario clavaba sus ojos en mí mientras se ajustaba los guantes. Las grandes hazañas acarrean grandes responsabilidades. No estaba preparado para aquello. Salí huyendo del campo. Cuando me crucé con Sara Carbonero, un reguero de orina atravesaba el escudo y la bandera de España que había en mi pantalón.

Los tiernos corderillos sabían que iban a morir. Lo asumían con resignación aunque ninguno hacía dramas de aquello. Somos seres para la muerte murmuraban entre ellos al cobijo de sus madres. Eso sí, todos coincidían en lo preferible de morir en la provincia. Así, al menos les estamparían el sello de calidad.

A partir de Enero de 2013 se exigirán estudios de postgrado en estética y decoración de interiores para poder ser voluntario en la tienda de ropa de segundo mano que tiene Cáritas. No podemos dejar en manos de abuelas santurronas el estilismo de nuestros inmigrantes. Puede que sean pobres pero, indudablemente, marcan tendencia.

Debido al imprevisto éxito de la Feria de tapas, las existencias de morcilla de Burgos se habían agotado. Masas de ciudadanos hambrientos deambulaban por el Paseo de Atapuerca. Sangre, queremos sangre repetían insomnes bajo la luz de luna.

Con apenas cuatro años de vida a sus espaldas, 505 Kg de peso e ignorante de la suerte que había de correr su pellejo, saltó a la arena del coso. Sonríe, es Burgos resultó ser su macabro epitafio.