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lunes, 28 de diciembre de 2015

Suicidio en Navidad



Por Juan Argelina
No pudiste más ¿verdad? Ansiedad, angustia, impotencia, sensación de abandono, soledad, autonegación,... Todo se convirtió en rabia por no ser lo que los demás querían que fueses, y tras los insultos, vejaciones, humillaciones y agresiones que soportaste, llegaron las fatales preguntas: ¿Vivo lo que realmente quiero vivir? ¿Debo resignarme a continuar sometido, vaya donde vaya, a la violencia cotidiana? Al final el miedo venció a las ganas de seguir luchando, y ante ti se abrieron las puertas de la muerte como única salida a lo insoportable.
No has sido el único adolescente en tomar esta trágica medida, en poner fin a una vida a la que ya no veías sentido. Solo tengo que echar un vistazo a las cifras del Instituto Nacional de Estadística para comprobar el número: 125 jóvenes entre 10 y 24 años se suicidaron sólo en 2010, y muchos de ellos se sintieron frustrados, como tú, Alan, ante la incomprensión de aquellos que sólo vieron en ti a una víctima, a un monstruo desnaturalizado, impulsados por el odio propio de la ignorancia de una sociedad repleta de represiones y marcada por las consignas de la herencia religiosa y de un mercado que sólo emite mensajes en género binario. 
Ser transexual ha sido tu estigma. No quisiste ocultarte y has pagado el precio de tu valor al exponerte tal cual eras, pero tu sacrificio demuestra el fracaso de tus agresores, el del sistema mismo en el que vivimos. Todos los que nos comenzamos a sentir diferentes durante los inicios de nuestra socialización en la escuela, aprendimos que para sobrevivir había que callar, mentir, reprimir nuestros impulsos y simular ser como los otros, sobre todo cuando tu autoestima frente al conflicto de identidad te arrastraba a la debilidad, al mundo "femenino", en una etapa de configuración de roles fuertemente unidos a la sexualidad. 
La mente infantil y adolescente es una esponja que absorbe las actitudes y las conductas de los mayores. Cuando todo es blanco o negro, bueno o malo, masculino o femenino, ... cuando los signos de pertenencia a un grupo definido vienen determinados por categorías impuestas por un sistema de valores muy riguroso (familia patriarcal, heterosexualidad normativa, superioridad masculina y machismo generalizado) y sobre todo cuando la educación obligatoria no ofrece apenas garantías para intentar revertir esos "valores", la presencia de elementos que distorsionan ese sistema siempre es vista como un peligro, y se atacan sin piedad. Parece que la legislación no basta. Pero si hasta un juez te había permitido cambiar tu nombre en el DNI. No fue suficiente. Ni el amor de tu familia lo fue. La sociedad no cambia sólo a golpe de decisiones judiciales o administrativas. Ayuda, si, pero la realidad es mucho más cruel. Desde la política las grandes palabras no se han traducido en hechos, y nuestra educación sigue siendo pobre en generar conductas de respeto y conseguir una transición positiva entre la adolescencia y la madurez adulta.

Desgraciadamente, el bullying sigue siendo el mal general de nuestras escuelas, y sus víctimas se pueden sumar a las de la violencia machista, pues las actitudes que lo provocan bien pudieran estar en el origen de ésta. 
El acoso sistemático a lo largo del tiempo no sólo tiene verdugos y víctimas, también tiene testigos y colaboradores. Y ahora que el ciberespacio ha entrado en la intimidad de todos, y que las redes sociales han ocupado y multiplicado la capacidad de relacionarse, también ha aumentado la presión sobre la autoestima respecto al efecto de impunidad que da el uso de la tecnología como intermediaria en la comunicación. 
Facilita de hecho que alguien crea que puede someter a otro sólo por el hecho de haber encontrado en él una debilidad de la que se puede aprovechar. Imagino que éste también pudo haber sido el caso de Alan. 
El agresor siempre piensa que es impune y que nada va a pasar. No es consciente de las consecuencias de sus actos, ya que ha entrado en una vorágine psicopatológica que el entorno escolar no ha sido capaz ni de prever ni de corregir. El resultado es que la víctima acaba adaptándose al maltrato hasta el límite del suicidio, como en este caso. Pero además, el suicidio por bullying tiene, en mi opinión, en esta época, un añadido muy siniestro en el sentido institucional: estas muertes cuestionan notablemente el sistema. 
Ahora, como nunca antes, la familia tradicional ha estallado, presa de una gran conmoción social, donde aparecen tergiversados los derechos humanos, donde parece que los transgresores tienen más derechos que las víctimas (es la víctima del acoso la que se cambia de centro escolar como si fuera un apestado), ya que, aparentemente, no hay sanción; donde todo se explica como un derecho individual (lo colectivo, lo colaborador, queda relegado frente a lo competitivo e individualista), donde todos quedamos perplejos ante la violencia. Esto horada los procesos de identidad. Quizás ésta sea la peor herencia de este proceso político que termina. 
Muchos jóvenes que se han confiado y han expuesto su identidad se sienten absolutamente abandonados y a la deriva. No comprenden por qué se les ha mentido cuando se les prometieron garantías de libertad y seguridad y se encuentran en medio del horror de la incomprensión y la tortura social, especialmente en una etapa tan difícil de adaptación y crecimiento físico y psíquico. 
Los jóvenes que sobrevivirán a esta situación se darán cuenta del proceso hipócrita y corrupto a que nos han sometido los delincuentes que nos han gobernado en esta última época, y que han propiciado el deterioro de nuestra educación y el clima de violencia que se vive en nuestros centros escolares. Ellos son, en última instancia, los responsables de estas muertes, ya que son los inductores de un proceso de identidad devastado.

Relacionado:
Concentración en la Plaza Mayor de Burgos por el trágico suicidio de Alan

lunes, 20 de julio de 2015

De Charlie Hebdó a la ley contra la LGTBfobia: discursos de odio y censura estatal.(Parte 2)

Por Pablo Pérez Navarro

Libertad de expresión, homofobia y censura estatal.  


Al fin y al cabo, es muy cómodo defender la libertad de expresión cuando no es nuestra sensibilidad la que se ve directamente atacada por su ejercicio. Y nada significa esa “libertad” cuando se administra a voluntad en función de los intereses políticos concretos de quienes la enarbolan como bandera. 
Si bien esto resulta evidente en el caso del cinismo de la derecha europea e internacional que se manifestó la semana pasada por las calles de París, la ocasión resulta más que propicia para arriesgarnos a pensar más allá, en relación con las llamadas a limitar la libertad de expresión que se hacen desde escenarios más próximos a la militancia de izquierdas.



Preocupante resulta, en este sentido, el amplio consenso que goza, entre los colectivos LGTB, la recientemente aprobada ley contra la lgtbfobia en Cataluña.
Muy en especial respecto al valor de su parte punitiva –el resto, es decir, las medidas para fomentar el trato igualitario de la diversidad sexual en ámbitos diversos como el educativo, el del deporte, la salud o los medios de comunicación, podrían ser una gran herramienta en la lucha contra la lgtbfobia-, que tipifica como faltas administrativas, castigables con multas e inhabilitaciones para cargos públicos, el uso de expresiones vejatorias homofóbicas, bifóbicas y transfóbicas, además de cualquier acción que conduzca a la discriminación o menosprecio de las personas LGTB.
Acciones que incluirían la propia difusión de los discursos homofóbicos, y hasta la distribución de ciertos libros, como pone de manifiesto la denuncia –eso sí, aún por resolver-, a El Corte Inglés por vender el libro “Curar la homosexualidad”. Denuncia que gozará de las simpatías, muy probablemente, de muchas de las que ahora defienden sin paliativos el “valor occidental” de la libertad de expresión, empezando por la que concierne a las publicaciones más claramente islamofóbicas del Charlie Hebdó. 

Por mi parte, y no sólo por las razones con las que argumentaba Judith Butler en Lenguaje, poder e Identidad que “la censura estatal [del discurso del odio] produce discurso del odio”, y que siempre merece la pena revisitar, creo que la homofobia, la bifobia, la transfobia y, ahora más que nunca, la islamofobia, exigen a la vez mucho más y mucho menos de nosotras.
Mucho más, porque ciertos discursos deben salir mucho más caros que la recepción de una simple multa, y no precisamente en términos penales o económicos. Debemos seguir siendo –o, mejor, serlo siempre más que nunca- capaces de organizar respuestas colectivas que, como la que está a punto de conseguir que la homofóbica y casposa letra que la murga Ni Fu Ni Fa preparaba para los carnavales de Tenerife sea retirada, no sólo desautoricen a quien nos pretende agredir con sus palabras, sino que tomen cada discurso de odio como punto de apoyo para señalar y combatir las mil y una formas de discriminación que conforman eso que llamamos “espacio público”. 

Pero también exigen mucho menos, ya que reforzar el poder del estado para limitar la circulación de cualesquiera discursos, para decidir cuáles merecen, y cuáles no, la intervención de la censura en cualquiera de sus formas es siempre un arma de doble, triple o cuádruple filo. Una cultura de lo “políticamente correcto”, que no tolerase, por la vía penal o administrativa, ni Charlies Hebdós, ni obispos de Alcalá, ni Ni Fu Ni Fas, antes o después se volvería contra nosotras, en nombre de la defensa de las sensibilidades religiosas, de la paz social o de la seguridad ciudadana: contra las que se besan al paso del papa, contra las que se manifiestan en capillas como la de Somosaguas, contra las que hacen parodias del PP con capuchas etarras, contra las que cocinan cristos, contra las que se manifiestan frente al congreso, contra las que cuelgan pancartas en la fachada de cualquier edificio; y un largo etcétera que conocemos ya, por desgracia, demasiado bien. 

Visto el consenso, la distopía en la que solicitaremos en respetuoso silencio multas administrativas mientras se nos prohíbe manifestarnos ante la sede de quienes publiquen sus revistas satíricas a nuestra costa o nos insulten desde sus púlpitos podría estar preocupantemente cerca.
Mucho más urgente sería, en la Europa que conocemos y en la que tan orquestadamente nos preparan, recorrer justamente el camino contrario. El de limitar el papel del estado a la hora de censurar el flujo de discursos –y de cuerpos- en el espacio público. Incluyendo los que nos ponen como objetivo a diversas minorías, ya sea que procedan de semanarios de izquierda o de derechas, de las murgas carnavaleras o de las jerarquías eclesiáticas.
Entre otras cosas para no tener que hacer recuento de leyes mordaza cada vez que salgamos a las calles para hacerles frente. Las políticas combativas y contestatarias pueden exigir más energía, pero tienen la ventaja de que su potencial transformador es de mucho mayor alcance que el de las políticas de la censura. Y quien crea que son compatibles, mal que nos pese a veces, se engaña.

Relacionado:
De Charlie Hebdó a la ley contra la LGTBfobia: discursos de odio y censura estatal. 1ª parte