Uno de los valores más preciados de una comunidad, sociedad, colectivo, u organización humana son sin lugar a dudas los efectivos personales. Estos aportan y configuran las energías y valores de dicha sociedad o territorio. Más aún si en este ensamblaje, en este hombro con hombro, se provoca creatividad para el mejor vivir del conjunto de convecinos.
Pero a lo que vamos, en este caso, queríamos proponer algunas reflexiones acerca de los pobladores de este territorio, delimitado que acostumbramos a denominar Castilla y León, más que de los pobladores, de sus características y de lo que estas pueden condicionar su idiosincrasia. Sabemos que este es un tema conocido, hasta quizá recurrente, pero por ello nos parece fundamental abordarlo y dar algunas perspectivas interpretativas de dónde vivimos.
Resumiendo podemos afirmar que la población de Castilla y León se viene caracterizando, desde la década de los años 50 por lo siguiente[1]:
1) Su dispersión territorial
2) La tendencia migratoria hacia los núcleos urbanos –capitales de provincia-, en el interior, y, sobre todo hacia polos externos al territorio
3) El progresivo, contundente y constante envejecimiento y sobre envejecimiento[2]
4) Y la atonía de su crecimiento vegetativo, que presenta descensos de los contingentes, excepto la década de inmigración extranjera positiva, terminada prácticamente en el 2008.
Estas características, discutibles y cambiantes para un espacio de seis décadas, han configurado nuestra deriva demográfica actual. En “roman paladino” podemos decir, que la economía de subsistencia de una región eminentemente rural, atrasada y en poder de una élite pacata y temerosa de perder prerrogativas, no daba para alimentar las familias numerosas que se gestaron tras la guerra civil. Esta situación conocida como transición demográfica, en la que la mortalidad cae bruscamente y la natalidad continúa con tasas altas fue la que se dio en Castilla y León en las décadas posteriores a la guerra, sobre todo los cincuenta y sesenta. Este boom demográfico sabiéndose excluido del reparto de riqueza de sus pequeñas comunidades rurales, alimentó la emigración. Durante una década abandonaron Castilla y León casi 900.000 personas. Cifra escalofriante, pero lo es más aún si examinamos las características de los que se marcharon: jóvenes y en mayor medida mujeres. La emigración, social y también política –muchos de los primeros en marcharse fueron los derrotados, los “rojos”, o sus viudas o sus hijos y familiares- porque no había futuro para ellos en una tierra en la que las cartas estaban repartidas de antemano y los ases o comodines eran prerrogativa siempre de las mismas familias.
Este hecho fue clave para configurar la actualidad de Castilla y León. Seguramente se marcharon los que más inquietudes tenían, quedándose en mayor proporción los sumisos, los que quizá sobrevivían de las migajas de un sistema caciquil ahogado por los curas rurales, los terratenientes, los alcaldes afines al Movimiento y otros personajes de ambiente rural.
Este trance, como hemos dicho, ha condicionado y condiciona pesadamente aún la demografía de este territorio, la pérdida de efectivos en sus cohortes más jóvenes y dinámicas supuso un descenso substancial de la natalidad y una progresiva tendencia al envejecimiento que arrastramos hasta el presente. Sin embargo esta emigración, también interna hacia las capitales provinciales y en algunos casos núcleos comarcales, dislocó las fuentes de poder en el ámbito rural.
Avanzando la década de los setenta y ochenta, mientras la emigración de otras regiones de España hacia el exterior disminuía, en Castilla y León sigue persistiendo, sobre todo de los jóvenes mejor preparados, y de ámbito urbano. En estas décadas se confirma la tendencia descendente de los pobladores de este territorio, de forma lenta pero constante, siendo pocos los años de saldo positivo. El envejecimiento se consolida y extensas comarcas rurales sufren un abandono apocalíptico, configurándose como espacios casi vacíos donde la conservación de la naturaleza no es una virtud, si no una condena (la provincia de Soria, La Cabrera, El Abadengo, las Loras, Valles de Sedano, Tierra de Ayllón, por poner algunos ejemplos). Tampoco ha sido equilibrada esta sangría, mientras provincias como Valladolid, o en general las capitales de provincia y sus alrededores han aumentado su población, la parte más occidental: León, Zamora, Salamanca y Palencia han sido los territorios más afectados por un crecimiento vegetativo negativo. Zamora, por ejemplo, presenta tasas de envejecimiento que se aproximan al 30%.
A finales de la década de los 90 y la primera década de siglo, parecía que se espantaba el estigma del descenso demográfico, crecía la población total ( a pesar de los contingentes de inmigrantes, en provincias como Zamora, Palencia, León y Salamanca, la población siguió descendiendo, compensándose con los ascensos de las demás), aumentaba la natalidad –sin llegar en ningún momento a presentar un crecimiento vegetativo positivo-, e incluso se rejuvenecían significativamente algunas comarcas rurales: La Ribera, Tierra de Campos, Sierra de la Demanda. Todo ello provocado por la llegada de nuevos pobladores jóvenes en su mayoría con pautas reproductivas más dinámicas, nada que se deba a los pobladores nativos. Todo ello debido a la llegada de inmigrantes. Es directamente proporcional el porcentaje de población inmigrante con la mejoría de las pautas demográficas y así se comprueba territorialmente.
En estos momentos podemos afirmar que los brillos han sido insuficientes y fugaces. El hundimiento de un sistema productivo basado en el crédito y en el mito del crecimiento constante del precio de la vivienda -¿tendrá esto que ver con el deseo de vivir como un rentista, de las tierras, que todo castellano-leonés de cierta edad soñó algún día?- ha provocado el frenazo en la llegada de inmigrantes, auténticos dinamizadores de la demografía en Castilla y León, aunque no, por ahora el retorno a sus lugares de origen, por lo menos no de forma significativa. También ha replanteado los deseos reproductivos de las familias nativas o foráneas que pueblan el territorio. Y cuando el barniz del errado desarrollismo desaparece con las primeras gotas de lluvia, reaparecen los estigmas del pasado: la losa del envejecimiento, la agonía demográfica de muchas de las comarcas que conforman Castilla y León, un saldo migratorio negativo y un comportamiento reproductivo retraído (a penas 1,5 hijos por mujer en edad fértil) la mayor sangría se la llevan, como venimos indicando en las provincias occidentales, coincidiendo curiosamente –salvo León- con las que menos se han beneficiado de los contingentes migratorios.
Y en este estado de cosas, “con los recortes”, la Junta de Castilla y León, dirigida, en muchos casos, por los nietos de los regidores de la vida cotidiana en los oscuros años de la larga posguerra, decide suprimir la paga única por nacimiento (al igual que el Gobierno de España), eliminar la subvención por llevar a los niños a la guardería, el préstamo de la silla 0-0 para el coche, justo cuando las familias más apoyo necesitan. Sin mencionar, por supuesto, los recortes en educación, en vivienda, en servicios sociales, que son atención de otros artículos.
Durante el año 2010, la población de Castilla y León descendía cerca de 8000 personas, mientras que la población global de España aumentaba, las previsiones indican que este desequilibrio va a profundizarse durante esta década. Ahondando en el hilo argumental que hemos propuesto sólo apuntar que en el año 1950 la población de Castilla y León representaba el 10,2 de la población española, habiéndose reducido al 5,5 en el 2010. Y eso que no podemos alegar marginación política, Castilla y León tiene prácticamente los mismos diputados que la provincia de Madrid, con la mitad de población.
¿Qué será que hacen o qué no hacen nuestras élites políticas y económicas, con los mismos apellidos de hace décadas?
Catorce de abril.