Por Basilio el Bagauda
Lo confieso. No soporto ver la muerte violenta de un animal, especialmente si es mamífero, y sin embargo no tengo ningún remilgo en llevarme al estómago un buen trozo de carne, provenga de donde provenga.
Lo confieso. No soporto ver la muerte violenta de un animal, especialmente si es mamífero, y sin embargo no tengo ningún remilgo en llevarme al estómago un buen trozo de carne, provenga de donde provenga.
El homínido omnívoro que aquí escribe no se atrevería a
descerrajar un tiro a un corzo en pleno monte, pero bien a gusto me lo comería
si me lo ofrecieran a la carta. Y qué decir de los gritos y espasmos que el
pobre cerdo soporta hasta su muerte por degollamiento al son de dulzainas, procuro no asistir a tal acto pero luego lo
devoro. Tampoco quiero recordar los tremendos golpes en la nuca con los que una tía mía sacrificaba a sus conejos y sin embargo me los comía.
He de reconocer que ésta es una debilidad moral que llevo en
mi mochila, pero que disculpo en cuanto huelo un buen guiso o veo un buen
embutido. Vaya por delante esta pequeña intimidad para que nadie me
tenga por hipócrita, al menos en este asunto.
Traigo todo esto a colación porque cada vez que discuto con
alguna persona el espinoso debate de la “fiesta nacional”, yo preferiría que la
misma no fuera identificada con la matanza del toro de lidia, y siempre atacan
mis ganas de abolición o bien con el discurso economicista sobre la tauromaquia
o con la típica frase “si comes carne, alguien tendrá que matar el animal”.
Y sí, es cierto: si yo como carne o pescado y no mato,
alguien tiene que hacerlo por mí. Pero evidentemente este argumento no se
sostiene para defender la tauromaquia como tradición necesaria a proteger
porque la oferta provocada por la muerte del toro bravo en las plazas es nula
en el mercado. De hecho, el único plato similar que aparece en las cartas de
los restaurantes o en alguna carnicería es el famoso “rabo de toro” que por
supuesto, de toro sólo tiene el nombre.
Salvado este argumento tan débil, todos sabemos que detrás de
esta tradición cultural típicamente ibérica, que lo es, se esconde un
insoportable acto de dominio a través de
una violencia descarnada, una ritualización más del triunfo del ser humano
sobre una naturaleza harta de la depredación de nuestra especie.
Lo que me enciende el alma, si de valores hablamos, es que el
sacrificio cruento de un animal se convierta en un espectáculo público, una
suerte de orgía colectiva que encuentra el placer en la sangre derramada. Por
mucho que la tradición hable de ritual de fertilidad, el sufrimiento de
cualquier animal como mera diversión es sin duda una mala pedagogía.
Es curioso también comprobar cómo las élites de este país
defienden con uñas y dientes el asunto taurino, y quizás por eso la tradición
perdure, siendo soportado al menos en las Castillas por una parte importante de
la población que pueden llegar a “echarte al pilón” al mínimo gesto crítico de
desaprobación mientras el animal es destrozado en la típica becerrada peñista
de turno.
Pero si uno lo piensa bien, y por supuesto, con ánimo de ser
un “demagogo”, esta afición que demuestra la clase capitalista del país en las
Ventas, la Maestranza o en Vista Alegre de Bilbao y que se repite con los
caciques locales en las ferias de cada ciudad, no es muy diferente a la que
tienen por los “encuentros de caza mayor” o por los clubs de prostitución: ¡Cuántas
veces habremos oído de un contrato bien cerrado entre vapores etílicos y
fluidos corporales!
En el fondo, la plaza de toros, el coto de caza y el
prostíbulo no dejan de ser tramoyas de una misma escena que se repite hasta la
saciedad: un espacio donde se ritualiza el dominio violento de unos seres sobre
otros, donde se obliga a la parte más débil a defenderse hasta su exterminio, a
salir huyendo o a venderse y callar.
En cuanto al discurso economicista, basta con atender al
informe elaborado recientemente por la Asociación de Veterinarios Antitaurinos contra el Maltrato Animal. En él se apunta entre numerosas cifras y
estadísticas el hecho extraordinario de que mientras los datos hablan
claramente de la decadencia del sector, sigue aumentando paulatinamente el
número de profesionales taurinos año tras año. Así, entre 2007 y 2014, el
número de festejos taurinos ha pasado de 3651 a 1868, y ello a pesar de que el
Ministerio de Trabajo incentiva el sector con exención de cuotas a la seguridad
social y aportes económicos directos a los profesionales por cada festejo. Sin
embargo, durante ese periodo cronológico se ha pasado de 7397 a 10194
profesionales taurinos.
A poquito que uno haga cuentas verá como en el
año pasado el 92% de los inscritos en el sector no participaron en ningún
festejo. Es más, el informe apunta a que en el 2015 sólo 106 profesionales
pueden vivir de la tauromaquia, por lo que se puede afirmar que la precariedad
laboral alcanza al 99% de los trabajadores.
En cuanto a las explotaciones ganaderas, los datos son igual
de reveladoras, puesto que el 77% de las mismas declaradas como de crianza del
toro de lidia no aportan toros a los festejos. Y ello a pesar de que a partir
del 2011 también se puso en marcha un plan de ayudas desde el Ministerio de
Agricultura.
Tampoco se sostiene el argumento de la necesidad de la
tauromaquia para la sostenibilidad del ecosistema de la dehesa, puesto que el
91% de sus hectáreas no se dedican a la crianza del toro de lidia.
Es curioso como comprobando el informe las administraciones
públicas españolas están empeñadas en soportar un sector claramente deficitario
con reformas de plazas de toros infrautilizadas e imposibles de amortizar,
creación de escuelas de tauromaquia, introducción en los colegios del mundo
taurino, museo del toro y un sinfín de captaciones y derivaciones de dinero
público hacia este sector.
Lo único que nos queda pensar es que si el sector sigue vivo
es por dos motivos: el lucro de unos pocos a través de la extracción de ventas
públicas y del fraude fiscal y la inyección de permanentes valores
conservadores a toda la sociedad.
Ya sé que queda otro argumento: el de la tauromaquia como
única razón de la existencia del toro de lidia. ¿Pero acaso alguien aún se
puede plantear que un animal exista sólo si tiene una utilidad humana por
bárbara que ésta sea? ¿Acaso es necesario que a los Borbones les guste cazar
elefantes para que éstos existan? ¿Por qué si se traen uros a 20 kms. de
nuestra ciudad, no pueden criarse toros bravos en las dehesas ibéricas sin
necesidad de ser lanceados, acuchillados y torturados hasta su muerte?