Foto: Alerta Digital Artículo: "El golpe del 23F lo dirigió el rey Juan Carlos" |
Por Luis Castro Berrojo
Diariamente y casi minuto por minuto,
el pasado era puesto al día. De este modo, todas las predicciones
hechas por el Partido resultaban acertadas según prueba documental.
Toda la historia se convertía así en un palimpsesto, raspado y
vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria. En ningún caso
habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación.
(George
Orwell, 1984, IV)
A pesar de lo mucho que
se ha dicho escrito sobre el golpe del 23-F, da la sensación de queaún falta la versión histórica válida y suficiente sobre el caso.
Seguramente no estemos lejos de ella, pero, mientras tanto, ocurre
aquello de que “cuando se ignora, se inventa”. Los veteranos
periodistas José Luis Barbería y Martín Prieto escribían en el
30º aniversario del golpe: "es como si, en lugar de actuar de
trilla que separa el grano de la paja, que depura y consolida la
verdad, el paso del tiempo agitara los sedimentos de las verdades ya
establecidas y alentara de nuevo rumores y ficciones" (Tres
tramas en la sombra. El País, 20-2-2011) .
En esta línea, durante
los últimos meses hemos asistido a nuevas entregas de la saga
mediática en torno al 23-F: el programa de La Sexta TV "Operación
Palace", dirigido por Jordi Évole (30-4-2014); la publicación
del libro de Pilar Urbano "Lo que Suárez olvidó y el rey prefiere no
recordar" (publicado a finales de marzo de 2014) y las réplicas a éste por parte de Adolfo Suárez (hijo), Juan Luis Cebrián y un
grupo de personalidades que en su momento fueron próximas al primer
jefe de gobierno de la transición española.
En estos apuntes vamos a
exponer en síntesis estas aportaciones y alguna otra –que
ciertamente no ofrecen gran cosa a la historiografía– para luego
reflexionar sobre el problema del acceso a los documentos y archivos
y de la impropia actitud de secretismo por parte de los aparatos del
Estado, cosas que impiden, de momento, dejar cerrado el tema del
golpe del 23-F, como tantos otros temas. Lo veremos como ejemplo muy
significativo de una problemática más general que estorba la
investigación histórica, la cual, a su vez, puede ser vista como
síntoma de falta de calidad y de cultura política en la democracia
española.
TRES VERSIONES BÁSICAS Y
SUS VARIANTES
Jordi Évole presenta el
suceso de marras como una película que escenifica un simulacro de
golpe orientado a impedir uno de verdad, que se veía en ciernes, y a
fortalecer la democracia española y el prestigio de la monarquía. El guión habría sido pactado por los líderes de todos los grupos
parlamentarios, el rey, el CESID y Tejero, con José Luis Garci como
director. El programa hubiera sido un engaño, un hoax televisivo, de
no haber sido por su última parte, en la que los protagonistas
desvelan la jugada y piden disculpas, no sin que alguno de ellos
aluda de pasada a la "verdad de la mentira" o a una
"versión falsa, pero no del todo" (Jorge Verstrynge). Aunque este tipo de programas con fake (engaño del espectador, no
siempre explicitado) no sean tan frecuentes en las cadenas españolas
como en las anglosajonas –toquemos madera– nos tememos que al
final acabemos apreciándolos, no siendo factible un abordaje más
serio de ciertos temas por falta de lo que Ángel Viñas llama
“evidencia documental relevante”. Así, el programa de Évole no
sería sino síntoma de una situación cultural en la que, a falta de
historiografía seria, predominarían los “relatos”, los “mitos”
o las meras fabulaciones sobre el pasado. La
visión de Évole contrasta con la teoría vigente y políticamente
correcta sobre el golpe, que tiene su origen remoto en el informe que
el ministro de Defensa, Alberto Oliart, presentó al Congreso el 17
de marzo de 1981. (Ver Informe del Ministro de Defensa sobre el golpe
militar frustrado. En El País, 18-3-1981). Según este, el golpe fue
algo real, fruto de la confluencia de tres iniciativas militares
distintas (la de algunos generales, en torno a Milans del Bosch, la
de Tejero y la del golpe blando u "operación De Gaulle"
del general Armada).
La conjura finalmente fracasó por sus discrepancias internas y porque de ningún modo logró la reacción en cadena prevista en las distintas capitanías. Así mismo se subraya como decisiva la intervención de la Casa real y la reacción del propio aparato del estado neutralizando la operación e impidiendo su ramificación exterior (mediante la comisión de subsecretarios, la Junta de Jefes de Estado Mayor y la Junta de Defensa Nacional). Más adelante se han ido conociendo más las circunstancias que contextualizan el golpe, ampliando el informe de Oliart. La conspiración tendría como objetivo mínimo formar un gobierno de concentración presidido por un militar monárquico, dando un "golpe de timón" a la gestión ejecutiva de la política española, entonces sujeta a una deriva de crisis y tensión crecientes. Bajo esa perspectiva (y no la de su formulación máxima, la de Tejero, que hubiera supuesto una vuelta a una dictadura militar y a los principios del Movimiento), el golpe supuestamente contaría con la aquiescencia de los principales grupos políticos, que luego participarían en dicho gobierno, así como el apoyo de amplios círculos empresariales, mediáticos y eclesiásticos. El líquido amniótico en el que se gestan estas intrigas estaría compuesto por la persistente crisis económica, la inestabilidad política, los zarpazos del terrorismo, el descontento reinante en los cuarteles, los exabruptos del búnker y la actitud de desencanto político que empezaba a hacer mella en la sociedad española.
El rey hubiera debido dar su visto bueno final a la operación, cosa que no ocurrió –siempre según esta versión normalizada–, pero desde luego tenía algún conocimiento de las intrigas en curso e incluso, se insinúa, cabe atribuirle cierta responsabilidad indirecta al manifestar reiteradamente en distintos ámbitos su distanciamiento político de Suárez y su deseo de “quitárselo de encima”. Y al haber sido el principal responsable del traslado de Armada desde Lérida a Madrid como segundo jefe del Estado Mayor, contra el criterio del presidente del gobierno. Esto es algo que dejan caer incluso Francisco Laína, entonces director general de Seguridad (entrevista con J.L. Barbería a la que hacemos referencia más adelante) y José Luis Cortina, entonces jefe de la Unidad de Operaciones Especiales del CESID, organismo al que algunos hacen copartícipe en la dirección del golpe, al menos en alguno se sus pasajes (ver entrevista a Cortina en El Mundo de 21-2-2011). Es en este punto donde incide la teoría de Pilar Urbano –es la tercera versión– quien vas más allá al afirmar que "para Suárez estaba claro que el alma del 23-F era el rey" (título de la entrevista aparecida en El Mundo de 30 de marzo pasado).
Este habría alentado la operación a través de Armada, pero se habría arrepentido a última hora una vez que Suárez dimite y se propone a Calvo Sotelo como sustituto. No sólo eso: seguramente aconsejado por sus inmediatos asesores, Sabino Fernández Campo sobre todo, Juan Carlos I supo orientar su intervención la noche del golpe de tal modo que apareciera ante la sociedad española como el salvador de la democracia. (La alternativa hubiera sido figurar en la historia en un papel semejante al de su abuelo Alfonso XIII cuando aceptó el pronunciamiento de Primo de Rivera o el de su cuñado Constantino avalando el golpe de los coroneles en Grecia. Una apuesta excesiva donde la historia aparece, por una vez, con ese papel de magister vitae que le atribuía Cicerón). Según algunos, la monarquía juancarlista acabó de adquirir en ese episodio una legitimidad ante la ciudadanía española que no le habría dado del todo la Constitución y de la que carecía por completo antes al haber recibido el cargo de manos de Franco y sin el consentimiento de su padre, poseedor de la titularidad dinástica. “Si el golpe sirvió para algo –dice la opinión canónica de Santos Juliá– fue precisamente para consolidar la monarquía parlamentaria como forma de Estado aceptada y apoyada por todos” (Transición y democracia (1973-1985) cap. V.En tomo X de Historia de España de Tuñón de Lara, dir.)
Desmintiendo
la versión de Pilar Urbano y volviendo a revalidar la políticamente
correcta, tenemos las réplicas de Juan Luis Cebrián, Adolfo Suárez
Illana y un grupo de altos cargos de la época de Suárez. El primero
en un artículo resaltado en la primera de El País con el
significativo título de Gato por liebre (4-4-2014) y el
segundo en una larga entrevista en El Mundo (9-4-2014),
donde califica la obra de Urbano como insulto al honor y a la
memoria de su padre y del rey.
De parecido tenor es el comunicado suscrito por una serie de personalidades, ex ministros y altos cargos del gobierno de Suárez, como Martín Villa, Arias Salgado, Marcelino Oreja, Aurelio Delgado y Cassinello, entre otros. Como cabría esperar, todo este revuelo, con amplia proyección mediática, no ha tenido otra consecuencia que aupar las ventas del mamotreto de Pilar Urbano, todo un éxito en la última Feria del libro. Estas son las últimas versiones del 23 F, semejantes a muchas otras anteriores, que incluyen variantes de matiz relativos a la mayor o menor responsabilidad del CESID –por acción o por omisión–, de los partidos políticos, de ciertos medios de prensa, de la CIA, etc. Incluso algunos señalan, no sin algo de razón, la parte de culpabilidad del propio Adolfo Suárez, quien, conociendo sin duda lo que se avecinaba, no tomó medidas para prevenirlo ni lo denunció explícitamente. Esa es, por ejemplo, la opinión del entonces teniente coronel y portavoz del Ministerio de Defensa, Fernández Monzón, quien habría informado de las tramas al ministro Rodríguez Sahagún mediante un escrito titulado “los 400 golpes” a mediados de 1980. (Ver artículo en La Opinión A Coruña de 1-6-2011).
De parecido tenor es el comunicado suscrito por una serie de personalidades, ex ministros y altos cargos del gobierno de Suárez, como Martín Villa, Arias Salgado, Marcelino Oreja, Aurelio Delgado y Cassinello, entre otros. Como cabría esperar, todo este revuelo, con amplia proyección mediática, no ha tenido otra consecuencia que aupar las ventas del mamotreto de Pilar Urbano, todo un éxito en la última Feria del libro. Estas son las últimas versiones del 23 F, semejantes a muchas otras anteriores, que incluyen variantes de matiz relativos a la mayor o menor responsabilidad del CESID –por acción o por omisión–, de los partidos políticos, de ciertos medios de prensa, de la CIA, etc. Incluso algunos señalan, no sin algo de razón, la parte de culpabilidad del propio Adolfo Suárez, quien, conociendo sin duda lo que se avecinaba, no tomó medidas para prevenirlo ni lo denunció explícitamente. Esa es, por ejemplo, la opinión del entonces teniente coronel y portavoz del Ministerio de Defensa, Fernández Monzón, quien habría informado de las tramas al ministro Rodríguez Sahagún mediante un escrito titulado “los 400 golpes” a mediados de 1980. (Ver artículo en La Opinión A Coruña de 1-6-2011).
No menos interesante es
el debate acerca de si el putsch del 23-F, a pesar de haber
fracasado de hecho, no logró parte de sus objetivos aún sin cambiar
el rodaje constitucional. Se ha argumentado que a continuación hubo
una reconsideración del proceso autonómico (LOAPA), de la política
exterior (ingreso en la OTAN) o la lucha antiterrorista (guerra
sucia, GAL), pero también cabe preguntarse si algunas de esas
reformas y medidas no estaban ya en la mente de Calvo Sotelo y de
Felipe González antes del 23-F o son más bien consecuencia de
situaciones sobrevenidas. Incluso cabe ver con ese trasfondo el
viraje hacia la moderación y la realpolitik del PSOE, que
atenuó su oposición al gobierno centrista hasta el punto de
proponer la formación de un gobierno de concentración (algo
parecido a lo que pretendía Armada, aunque no en las formas). Más
en general, cabe también calibrar los efectos que tuvo el 23-F sobre
la ciudadanía española al aumentar el abstencionismo y la apatía
política ya detectados a finales de los años setenta. Entre los de
más edad debió reavivar viejos recuerdos relacionados con el ruido
de sables y sus consecuencias sangrientas (más aún cuando el propio
rey volvió a invocar el peligro de una guerra civil como
consecuencia del pronunciamiento).
Por lo que a la política
militar y de defensa se refiere, puede considerarse que la gestión
de Oliart y de Narcís Serra (y de Eduard Serra en la trastienda de
uno y otro) fue continuista respecto de la de Gutiérrez Mellado,
siendo sin duda desmesurada la pretensión de Serra, Narcís, de que
la transición democrática, en lo que afecta a los militares,
prácticamente comenzó en su época, a la vista de la amplia y
heterogénea nómina de reformas llevada a cabo previamente por
Gutiérrez Mellado (Ver N. Serra, La transición militar.
Reflexiones sobre la reforma democrática de las fuerzas armadas.
2008). Aunque Serra sostiene que durante su mandato en la
cartera de defensa (1982-1991) se ultimó el proceso de
modernización, democratización (léase supeditación al poder civil
y abandono de funciones policiacas) e integración atlantista es
evidente que la primacía del poder civil sobre el militar no se
alcanzó del todo, al menos no en cuanto a los servicios de
inteligencia militar, pues todavía hoy está por descubrir en sus
dimensiones reales el grado de su implicación en el 23-F. Por otra
parte, tampoco fue demasiado edificante la sentencia del 23-F, aunque
fuera recurrida por el gobierno de Calvo Sotelo, tanto por el escaso
número de encausados como por la levedad de las penas. (Recuérdese
que esa fue una de las concesiones hechas a Tejero para que se
rindiese, dando por buena la idea de que la supuesta obediencia
debida exculpaba a los golpistas “de teniente para abajo”, algo
que contraviene de plano los artículos 48 y 55 de las ordenanzas
militares, poco antes reformadas por Gutiérrez Mellado).
Como decimos, estas
versiones y polémicas apenas han aportado elementos aprovechables
para un enfoque histórico. Es más, ni siquiera puede decirse que
sean novedosas. Jesús Palacios, por ejemplo, viene sosteniendo desde
hace años una visión semejante a la que ahora sostiene Pilar
Urbano, sólo que insistiendo más en la autoría del rey y el papel
ejecutor del CESID. (Última entrega de Palacios: 23-F, el rey y
su secreto.2011). Antes aún, en distintos medios, los políticos
outsiders García Trevijano y Amadeo Martínez Inglés
mantenían versiones semejantes a la de Palacios, siendo este tipo de
opiniones muy deudoras de los testimonios de Diego Camacho, capitán
que era del grupo de Operaciones Especiales del CESID el 23-F. Este
viene denunciando la implicación de este servicio secreto en el
golpe desde el primer momento y más aún desde que fuera separado de
él en los años noventa. Más recientemente Arcadi Espada recuerda
una vieja entrevista con Suárez en 1985, en la que este señalaba al
rey como responsable del golpe, incluso recurriendo al concepto de
"borboneo" para describir la actitud del monarca (en El
Correo de Cataluña de 4-4-2014). Y Antonio Elorza da por buenas
las declaraciones de Carrillo en el sentido de que “habría
existido una trama política, impulsada por el Rey, para un gobierno
de concentración presidido por Armada” (Ante el 14 de abril. En
El País de 14-4-2014). Digamos de pasada que esto
implica olvidar otras opiniones atribuídas a Carrillo en las que
consideraba este tipo de opiniones mera intoxicación.
LA IMAGINACIÓN DE JAVIER
CERCAS
Consideración aparte merecen las aportaciones del novelista Javier Cercas. No porque diverja mucho de versiones anteriores del golpe. No: la suya cabe cómodamente en lo que hemos tipificado como concepción políticamente correcta del mismo, si bien Cercas atribuye al rey, en un subjuntivo hipotético, actitudes que nunca admitirían otros ni en ese plano. (Que “... se arrogara el derecho de contibuir a la caída de Suárez”, que “ barajara o permitiera creer que barajaba seriamente la propuesta de un gobirno de coalición o concentración o unidad”...). La versión de Cercas, como las de Fernández Campo y de Laína, merece atención por el estilo en que la formula y justifica. El uno diciendo más de lo que debiera y los otros callando excesivamente lo que podrían –y deberían– decir. Recurriendo uno y otros a la imaginación, el silencio y el olvido, cosas que resultan venenosas para la salud de la historia.
En su
conocido libro sobre el 23-F (Anatomía
de un instante. 2009, prólogo),
después de haber leído casi todo lo que se había escrito al
respecto y haber hablado con muchos periodistas y autoridades,
incluso con participantes en el golpe, Cercas alude a “zonas de
sombra reales o supuestas que lo envuelven (...), inaudito amasijo de
ficciones en forma de teorías sin fundamento, de ideas fantasiosas,
de especulaciones novelescas y de recuerdos inventados que lo
envuelven”. Más adelante insiste y denuncia las “construcciones
teóricas, hipótesis, incertidumbres, novelerías, falsedades...”. Sin embargo, el método con que aborda Cercas la descripción del
golpe, sus antecedentes y sus principales protagonistas (Suárez,
Gutiérrez Mellado, Armada, Milans, Tejero, Carrillo) no es muy
distinto del de los autores y opinantes a los que critica. Lo mismo
vale decir sobre su enfoque en torno a otros temas que no parecen
venir muy a cuento (ya que hablamos de la transición, por qué no
desempolvar a Max Weber para que nos dé su bendición desde la tumba
para el “pacto de olvido”; si de Carrillo se trata, por qué no
especular otra vez sobre Paracuellos, etc). Veamos.
Cuando Anatomía... va
casi por las 2/3 de su paginación (inicio del capítulo 5) se
propone entrar ya a “describir la trama del golpe”. ¿Con qué
método? Ya que la literatura existente sobre el 23-F, según el
autor, no vale un pimiento, el golpe “solo puede reconstruirse a
partir de testimonios indirectos, forzando los límites de lo posible
hasta tocar lo probable y tratando de recortar con el patrón de lo
verosímil la forma de la verdad”.
En definitiva, se trata de
echarle imaginación al asunto: "Si aceptamos que la historia
es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del
pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un
ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es
'imaginativa'. La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino
una interpretación de los datos; del mismo modo el periodismo no es
una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los
hechos. Y toda interpretación exige imaginación". En este caso
extraemos un pasaje de un artículo de Cercas que llamó la atención
de Milagros Pérez Oliva, defensora del lector en El
País, a propósito de una polémica en
torno a un artículo de Francisco Rico sobre la Ley del Tabaco. (En
defensa de Cercas y de la verdad, 20-2-2011),
algo que nos parece también pertinente para entender el enfoque de
Cercas sobre el 23-F. Pero el quid de la cuestión, como señalaba
precisamente Pérez Oliva, es: ¿Cuánta imaginación considera
Cercas que es admisible en una información?.
Desde
luego, no faltan en las obras clásicas de historia conjeturas,
hipótesis o reconstrucciones imaginativas, desde los discursos
textuales que Tucídides ponía en boca de Pericles o Alcibíades en
adelante Pero se entiende que son solo el complemento o el contexto
de una investigación (es el sentido de la palabra griega historia)
basada en hechos objetivos, sin la cual aquellas carecen de sentido.
Como señala John Lewis Gaddis, los historiadores pueden manipular el
tiempo y el espacio, resumiéndolos, haciendo elipsis, comparaciones
o reconstrucciones casi como lo hacen los cineastas o los novelistas.
Pero “deben realizar estas manipulaciones de tal manera que permitan al menos abordar las pautas de verificación existentes en las ciencias, físicas y biológicas”, básicamente mediante el recurso crítico a las fuentes. (El paisaje de la Historia. 2002, 2). En conclusión: si no hay investigación sobre datos nuevos o documentos antes ignorados, y no la hay; y si nos limitamos a especular, imaginar o extrapolar lo que ya se ha dicho u opinado sobre un hecho histórico, no estamos escribiendo historia (como pretende Cercas, aunque se lea “como una novela”) y menos aún si además motejamos las obras que nos sirven de base como “amasijo de ficciones”.
Pero “deben realizar estas manipulaciones de tal manera que permitan al menos abordar las pautas de verificación existentes en las ciencias, físicas y biológicas”, básicamente mediante el recurso crítico a las fuentes. (El paisaje de la Historia. 2002, 2). En conclusión: si no hay investigación sobre datos nuevos o documentos antes ignorados, y no la hay; y si nos limitamos a especular, imaginar o extrapolar lo que ya se ha dicho u opinado sobre un hecho histórico, no estamos escribiendo historia (como pretende Cercas, aunque se lea “como una novela”) y menos aún si además motejamos las obras que nos sirven de base como “amasijo de ficciones”.
EL CINISMO DE SABINO
FERNÁNDEZ CAMPO Y DE FRANCISCO LAÍNA
Adjudicamos
la mayor relevancia, sin embargo, a la actitud de Sabino Fernández
Campo, entonces secretario de la Casa Real, y de Francisco
Laína, director general de Seguridad y presidente que fue del
gobierno formado la noche del 23-F con los subsecretarios de los
ministerios. Y no hablamos aquí de su gestión de la grave crisis
política entonces suscitada, sino de su actitud en los años
posteriores, manteniendo un largo silecio roto solo parcialmente y al
cabo de mucho tiempo para justificar al rey y, de paso, justificarse
ellos mismos. Y para desautorizar, una vez más, las versiones
corrientes del golpe.
En el año 2000 y
mediante un artículo de prensa, Fernández Campo presentaba el
suceso del 23-F como un “rompecabezas” o puzzle del que faltaban
varias piezas esenciales para acabarlo y ofrecer el cuadro entero con
su significación completa. Pero algunas sí estaban bien colocadas,
en particular las que le permitían subrayar la legitimidad y
pertinencia de las resoluciones tomadas por la Casa real en esa
coyuntura. De hecho en su artículo Fernández Campo apenas hablaba
de otra cosa, dejando lo demás en la penumbra. Y concluía
sumiéndonos en la perplejidad: descartaba continuar con el puzzle y
aconsejaba: “dejémoslo como está, quedémonos con las versiones,
afortunadamente contradictorias, sobre el 23-F. (...) El que busca
afanosamente la verdad corre el riesgo de encontrarla”. Con esta
apelación, vagamente amenazadora, a la docta ignorancia acaba el
artículo. (El rompecabezas del 23-F. ABC de 19-11-2000).
Laína,
por su parte, tampoco da rienda suelta a su lengua (ha permanecido
callado sobre el 23-F durante treinta años) ni a la imaginación; es
más, la combate abiertamente cuando opera sobre los sucesos de aquél
día, sus antecedentes y sus consecuentes. Sabiendo lo que sabe,
puede calificar con autoridad como “versiones fantasiosas, erróneas
o deliberadamente falsas” las que circulan sobre el 23-F, como lo
hace en una entrevista publicada en El
País el 20-2-2011 (con José Luis
Barbería). Pero la censura moral que hace Laína sobre los
embusteros recae sobre él multiplicada si tenemos en cuenta que es
uno de los principales responsables de que todavía hoy la historia
deba hacerse sobre conjeturas y testimonios interesados o
parcialmente falsos. El suyo, si no lo fuera y se atuviera a decir
la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, despejaría
muchas dudas teniendo en cuenta que fue nombrado jefe de gobierno en
funciones la noche del 23-F porque, siendo el responsable de la
seguridad del Estado, era el que mejor conocía lo que estaba
pasando.
Eso al menos es lo que él cree. Sea como sea, Laína hace años que dice estar escribiendo unas memorias que no acaban de llegar a la luz. Quizá también explique en algún momento por qué no se siguió más de cerca de Tejero, siendo así que se sorprendió al verlo en Madrid cuando asistió a un funeral por una víctima de ETA pocos meses antes del golpe. Como vemos, la alternativa que dan estos próceres a lo que ellos ven como relatos falsos o contradictorios no deja de ser deprimente: echar también el suceso del 23-F al saco del olvido, esas alforjas que tan abultadas están desde que Santos Juliá las habilitara para facilitar el trabajo sucio de algunos historiadores poco diligentes.
Eso al menos es lo que él cree. Sea como sea, Laína hace años que dice estar escribiendo unas memorias que no acaban de llegar a la luz. Quizá también explique en algún momento por qué no se siguió más de cerca de Tejero, siendo así que se sorprendió al verlo en Madrid cuando asistió a un funeral por una víctima de ETA pocos meses antes del golpe. Como vemos, la alternativa que dan estos próceres a lo que ellos ven como relatos falsos o contradictorios no deja de ser deprimente: echar también el suceso del 23-F al saco del olvido, esas alforjas que tan abultadas están desde que Santos Juliá las habilitara para facilitar el trabajo sucio de algunos historiadores poco diligentes.
EL ACCESO A LA
DOCUMENTACIÓN: UNA PROBLEMÁTICA DIVERSA
Vemos, pues, que ni el
distanciamiento temporal respecto de los hechos del 23-F, ni la
multiplicación de opiniones, recuerdos y publicaciones en torno a él
redunda en un adecuado conocimiento histórico. Hemos hablado de tres
versiones en torno al golpe, pero podrían salir mañana otras
tantas, con mayor o menor verosimilitud, mientras subsista el velo
del secretismo y la penosa situación en cuanto al acceso a los
fondos documentales de la historia reciente de España. Por eso creemos que J. Évole justifica sobradamente su ocurrencia
televisiva cuando alude a esa penuria informativa y documental. Con
sarcasmo se manifestaba Gregorio Morán –otro que también ha
reflejado su versión del 23-F en sus biografías de Suárez– a
este respecto: “fíjense si nuestra reconstrucción del pasado no
será vertiginosa, que cada día que pasa no sabemos más, sino
menos, del 23-F (...) Apenas si hay nada escrito verosímil sobre la
trama civil del golpe... y, cuando estábamos en estas, llegó el
relato” (revista Sin permiso, de
6-3-2011. El “relato” es una alusión al libro de Cercas).
La Cátedra de la Memoria
Histórica de la Universidad Complutense publicó recientemente (mayo
de 2014) un manifiesto sobre “el acceso a los archivos y la memoria
histórica del siglo XX”. En él, entre otras cosas, se señalaba
que la existencia de documentación en manos indebidas, así como, en
general, las trabas de todo tipo en el acceso a los archivos vienen
dificultando la labor de los investigadores, especialmente si ésta
tiene que ver con los periodos comprendidos entre 1931 y 1978: II
República, Guerra civil, dictadura franquista y transición.
Tampoco la legislación
vigente en materia de derecho a la información, a la libre
investigación y a la transparencia puede decirse que facilite las
cosas. Se manifiesta en ella la contradicción entre el amparo
retórico que se hace a esos derechos en el preámbulo de las normas
–que desarrollan principios constitucionales– y, por otro lado,
las limitaciones y cautelas que se multiplican a la hora de concretar
el ejercicio de esos derechos. Planteado el problema jurídico como
una pugna entre el derecho a la información y a la investigación,
por un lado, y la defensa de los derechos a la intimidad y el honor
de las personas, por otro, vemos en la práctica cómo, no haciéndose
esfuerzo alguno por matizar y concretar las modalidades de uno y otro
ni lograr un mínimo de equilibrio o compatibilidad entre ambos, las
autoridades (archivísticas, judiciales, Agencia española de
protección de datos) suelen fallar en detrimento del conocimiento de
hechos de trascendencia histórica en aras de una defensa a ultranza,
global y sin matices de los “datos personales” y de la reputación
social . Y no mejora la situación con el paso del tiempo:
paradógicamente parece como si fuera empeorando a medida que
regulación legal sobre acceso a archivos se incrementa y cuanto
mayor es la sensibilidad de la sociedad española hacia las
exigencias de lo que podríamos llamar la memoria histórica y el
reconocimiento de los derechos de las víctimas de la Guerra civil y
del franquismo.
Toda esta problemática
se refleja de modo ejemplar en el caso histórico que venimos
comentando. Ya el informe que presentó el ministro Oliart en el
Congreso el 17-3-1981 se formuló bajo el sello del secreto (aunque
El País lo publicó al día siguiente); y desde entonces
hasta hoy siguen vetados a la consulta pública casi todos los
informes y fuentes documentales relativos al 23-F. Sin justificación
alguna, en nuestra opinión.
EL EXPEDIENTE DEL CONSEJO
DE GUERRA (CAUSA 2/1981)
La autoridad judicial
aplaza hasta 2031 la consulta de este expediente, que afecta a
algunos de los que asaltaron el congreso (hay otros dos específicos
para Milans y Camilo Menéndez). Seguramente aplica así el criterio
restrictivo de que cuando hay datos personales en un expediente han
de transcurrir 50 años desde que se instruyó (o 25 desde la muerte
de los implicados en él). Es lo determinado en el famoso artículo
57.3 de la Ley de Patrimonio Histórico Español de 1985, que no
viene mal recordar una vez más:
“Los documentos que contengan datos personales de carácter policial, procesal, clínicoo de cualquier otra índole que puedan afectar a la seguridad de las personas, a suhonor, a la intimidad de su vida privada y familiar y a su propia imagen, no podrán serpúblicamente consultados sin que medie consentimiento expreso de los afectados ohasta que haya transcurrido un plazo de veinticinco años desde su muerte, si su fecha esconocida o, en otro caso, de cincuenta años, a partir de la fecha de los documentos”
En
este caso, creemos, se da una aplicación abusiva de este artículo,
pues cabe preguntar qué tipo de información personal o íntima
puede haber en la documentación de un consejo de guerra que enjuicia
conductas relacionadas con un intento de golpe de estado militar. (Si
la hubiera, es práctica común admisible el sellado de los
documentos que hagan referencia a ella, pero de ningún modo debería
ser excusa para hurtar la consulta de todo el expediente). Si es el
derecho al honor y a la propia imagen lo que está en juego, a
primera vista parece claro que el hecho en sí –el pronunciamiento–
socava el honor de los condenados, pues las ordenanzas militares
vigentes establecen el respeto a ley, la disciplina y un deber de
“neutralidad política” como principios básicos de conducta y el
espíritu militar. Siendo el honor “la cualidad
moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del
prójimo y de uno mismo” (DRAE) no parece que eso encaje en
absoluto con la práctica de un pronunciamiento y condenas por
rebelión militar y levantamiento armado contra el orden
constitucional. Pero el estudio histórico de ese hecho de ningún
modo influye en esa valoración, que va implícita en el hecho
delictivo mismo y que se confirma una vez resulta cosa juzgada.
Además
de esa salvaguardia a ultranza del derecho a la intimidad y al honor
de las personas, las leyes vigentes, empezando por la constitución,
establecen el derecho a la información, a la libre investigación y
a la difusión de sus resultados y, en todo caso, hacen la salvedad
del uso de los datos personales cuando este tenga “fines
históricos, estadísticos o científicos” (artº 4.2 de la Ley de
Protección de Datos de carácter personal) a la hora de restringir
el acceso a los mismos. A estas alturas será difícil que alguien
pueda negar el carácter histórico del hecho que consideramos,
siendo sin duda el expediente del consejo de guerra una herramienta
imprescindible para su análisis. Nada de esto se tiene en cuenta y
el absurdo de este secretismo se manifiesta en todo su vigor si
recordamos que el asalto al Congreso fue contemplado por millones de
españoles a través de la televisión y luego repetido hasta la
saciedad.
Por
lo demás, existe jurisprudencia del Tribunal Constitucional
amparando el derecho a la investigación histórica y el acceso a los
archivos y a la documentación que la hacen posible, incluso cuando
haya datos de carácter personal, en cuyo tratamiento entra la
responsabilidad del investigador y el código penal si existe abuso
en ello. (Sentencias 20/1992 y 43/2004, siendo ponentes los
magistrados Francisco Tomás y Valiente y Emilia Casas,
respectivamente. Una interpretación de ellas en: Carmen Molinero. El
acceso a los archivos y a la investigación histórica. AYER, nº
3. 2005).
Por
otro lado, aunque la Constitución vigente señala que “las
actuaciones judiciales serán públicas” y “las sentencias serán
siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública” (artº
121.1 y 121.3) ni siquiera es accesible la propia sentencia en su
integridad, ya que el Consejo General del Poder Judicial aplica
incluso aquí, sin distinción de tipo de delito, ni de otras
circunstancias relevantes, los criterios de salvaguardia de la
intimidad hasta rozar casi el absurdo. Así resulta que se sustituyen
los nombres de cuantos aparecen mencionados en la sentencia por otros
ficticios; de este modo vemos que la del 23-F reza que “el teniente
coronel Luis [léase Tejero], penetró en el Congreso de los
Diputados (...) Como advirtiera que el Presidente en funciones del
Gobierno (sic), don Alejandro [o sea, Suárez] (...) y el
Vicepresidente Primero en funciones (...) Teniente General del
Ejército don Felipe [Gutiérrez Mellado] (...) y dijo estar a las
órdenes del rey y del Teniente General don Daniel [Miláns del
Bosch]”. (Ver El
Público de
11-5-2014). Sin más comentario que este: el único que queda
identificado en la sentencia es el rey, quizá por aquello de que su
persona “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”
(artº 56.3 de la Constitución).
TRES
INFORMES SECRETOS
El ministro Oliart informó al Congreso a puerta cerrada el 17 de marzo posterior al 23-F y en esa comparecencia se anunció una comisión de investigación para rastrear la trama civil del golpe, la cual estaría integrada por miembros de las fuerzas de seguridad. Aunque El País reveló al día siguiente el contenido de la intervención de Oliart, el gobierno solo ha desclasificado su informe en 2011 (!). Algo posterior, de abril de 1981, es el “informe Jáudenes” (por el nombre de su redactor, el entonces teniente coronel Juan Jáudenes, alto cargo del CESID), que debía calibrar el grado de responsabilidad de miembros de su servicio en el 23-F. Por otro lado, los secretarios del Congreso (José Bono y Soledad Becerril entre ellos) redactaron otro informe que viene a ser como el acta de los sucesos vividos en el hemiciclo durante las horas que duró el asalto. Este último informe permaneció oculto hasta que en 2011 lo dio a conocer José Bono, no añadiendo gran cosa a lo que ya se sabía, salvo detalles sobre los desperfectos causados por las balas y el gasto hecho por los guardias en el bar del Congreso. (También se conocen por otras fuentes las consumiciones que las autoridades hicieron en el Hotel Palace, situado enfrente del Congreso, que la dirección del hotel no quiso cobrar).
El
informe Jáudenes permaneció secreto incluso para el sumario del
consejo de guerra, pues no se incluyó en él, aunque sí lo leyó el
general García Escudero, instructor de la causa. Pero no debía de
ir demasiado lejos, puesto que finalmente solo fueron encausados dos
agentes del CESID: el entonces comandante José Luis Cortina y el
capitán Vicente Gómez Iglesias, siendo este el único condenado.
Llama la atención que este informe solo se iniciara varias semanas
después del golpe y que lo llevara a cabo un mando del propio CESID.
Como es sabido, al menos dos oficiales de este servicio, Camacho y
Perote, han sostenido las implicaciones de otros mandos del mismo,
entre ellos el propio secretario general, teniente coronel Javier
Calderón.
Tampoco
se ha llegado a conocer, creemos, el resultado de la investigación
relativa a la trama civil. No debió de dar mucho de sí, pues hubo
un único inculpado, el ultra García Carrés. La versión de Laína
es que no hubo tal trama civil, aunque sí estaban al tanto de la
operación algunos periodistas, hombres de negocios y nostálgicos
del franquismo. Es más: recientemente el Centro Nacional de
Inteligencia declara no tener hoy expediente alguno con antecedentes
sobre el golpe del 23-F. (Una vez que Izquierda Unida pidiera la
desclasificación de estos documentos a raíz del escándalo
provocado por el libro de Pilar Urbano). Esta situación es muy
llamativa y se presta a lúgubres consideraciones. ¿Cómo es posible
tal cosa siendo así que el CESID, antecedente del CNI, tenía una
unidad específica, llamada “de Involución” (sic), orientada a
seguir a los individuos y grupos contrarios al proceso democrático y
partidarios de volver a la dictadura?. Si el gobierno, por boca de
Oliart, anunció una investigación, esta ¿no dio lugar a informe
alguno? O ¿se ordenó su suspensión?. Si así ocurrió, ¿a qué
fue debido?. Si no, ¿qué ha pasado con el informe?, ¿ha sido
destruido? ¿Nos engaña el CNI?
OTRAS
FUENTES ARCANAS
Existen
otros documentos relativos al golpe que permanecen secretos o
alejados a la consulta expedita de los investigadores. Quizá lo más
relevante sean las cintas con las grabaciones de las conversaciones
telefónicas desde el Congreso y desde los despachos de La Zarzuela.
Laína dice que solo están registradas las conversaciones de Tejero
con su esposa y con García Carrés, pero otras fuentes hablan de 26
cintas con muchos más implicados, incluyendo la conversación de
Armada con el rey tras su entrevista con Tejero (ver artículo sobre
Laína en www.elespiadigital.com).
Cabe preguntar si en el Alto Estado Mayor, además del CNI y del
Congreso, o en otros despachos podría haber otros documentos
grabados de este tipo.
Es
evidente que entre los documentos que manejaran las autoridades en
ese contexto (el golpe y sus antecedentes y consecuencias) debe de
haber mucha información relevante para un estudio histórico. Pero
topamos aquí con otro tipo de problemas de acceso a esa
documentación. En la entrevista realizada por El
Mundo a Suárez Illana aparecen varios
documentos con el membrete de la Casa Real y de la Presidencia del
Gobierno, reflejando mensajes intercambiados entre el rey y Suárez.
Dado que esa correspondencia versa principalmente sobre asuntos
políticos cabría esperar que fuera considerada como patrimonio
documental público, al menos una vez que existe una distancia
temporal considerable. Pero mucho nos tememos que eso no sea así y
que ese tipo de documentos permanezca en manos particulares, dado que
resulta una práctica en exceso generalizada el llevarse a casa los
papeles generados durante el desempeño de un cargo en la
administración pública.
Ese sería el caso de Suárez, pero también el de Calvo Sotelo o el de Carrero Blanco. También el de Franco, cuya secretaría particular o casa civil debió de ceder buena parte de sus papeles a la Fundación “Francisco Franco”, que todavía los retiene, tras haber cedido al Estado una copia microfilmada y mal catalogada de los mismos. (Para más INRI, algunos de esos documentos –de los que ni siquiera costa su integridad– se hallan clasificados, no se sabe por quién ni con qué criterios).
Ese sería el caso de Suárez, pero también el de Calvo Sotelo o el de Carrero Blanco. También el de Franco, cuya secretaría particular o casa civil debió de ceder buena parte de sus papeles a la Fundación “Francisco Franco”, que todavía los retiene, tras haber cedido al Estado una copia microfilmada y mal catalogada de los mismos. (Para más INRI, algunos de esos documentos –de los que ni siquiera costa su integridad– se hallan clasificados, no se sabe por quién ni con qué criterios).
No
acaba ahí la cosa: nos consta que la documentación de ciertos
personajes clave de la transición se halla total o parcialmente en
manos indebidas, esto es, no donde deberían estar, que es en los
despachos o archivos oficiales, tal como establece el artículo 54 de
la Ley de Patrimonio Histórico español de 1985:
1. Quienes por la función que desempeñen tengan a su cargo documentos a los que se refiere el artículo 49.2 de la presente Ley están obligados, al cesar en sus funciones, a entregarlos al que les sustituya en las mismas o remitirlos al Archivo que corresponda.
2. La
retención indebida de los documentos a que se refiere el apartado
anterior por personas o instituciones privadas dará lugar a que la
Administración que los hubiera conservado, generado o reunido ordene
el traslado de tales bienes a un Archivo público, sin perjuicio de
la responsabilidad en que pudiera haberse incurrido.
Ese
sería al menos el caso, por poner algunos ejemplos, de Alfonso
Osorio, López Rodó, Marcelino Oreja o Antonio Fontán.
CONCLUSIÓN
La
reciente Ley de Transparecia (19/2013) viene por fin a anunciar la
buena nueva del acceso a la información para todos los ciudadanos y
el principio de “publicidad activa” como norma y actitud de las
administraciones entendidas en un sentido amplio (se incluyen los
partidos políticos, el poder judicial, las empresas participadas,
etc). Este principio se entiende como el deber de difundir la
información “sin esperar a una solicitud concreta de los
administrados”.
Aunque
el gobierno español no lo haya ratificado, creemos ver en esta ley
el espíritu de la Convención sobre el acceso a los documentos
públicos del Consejo de Europa de 2004. En ella se recoge también
el principio de que todos los documentos de las administraciones son
públicos y deben ser ofrecidos al conocimiento general de la
ciudadanía, con las salvedades que exija la protección de otros
derechos o intereses legítimos.
Pues
bien: mucho tendrán que cambiar las cosas en España para que estos
principios sean de aplicación general. Exagerando un poco, no
demasiado, se podría decir que aquí han reinado hasta hace poco
–con honrosas salvedades– principios opuestos a los señalados.
Los documentos más bien han sido secretos por principio y solo con
ciertas cautelas y condicionantes puestos al alcance del
investigador. (Insisto que nos referimos específicamente a la
documentación de 1931 a 1982). A menudo se obliga a este a motivar
sus peticiones, cuando rara vez o nunca se justifica la negativa a
sus peticiones. Si hay o se cree ver que hay colisión entre el
derecho a la investigación y el de la intimidad y el honor,
entendidos en un sentido laxo, ya sabemos de qué lado se inclinará
la balanza casi siempre. (Ver ejemplos en Francisco Espinosa, Callar
al mensajero, 2009,
aunque afortunadamente no todos en el mismo sentido). Y no se les
mueve ni un pelo de las cejas a los ministros de Exteriores o de
Defensa cuando toman medidas de las que se derivan el ocultamiento de
grandes bloques documentales (hablamos de los conocidos casos de los
“10.000 documentos de Defensa y del traslado masivo de fondos de
Exteriores al AGA).
Como
dice en su preámbulo la propia Ley de transparencia, “no se puede
hablar de transparencia y no poner los medios adecuados para
facilitar el acceso a la información”. Es un elemento que está
pidiendo a gritos la agenda de regeneración democrática hoy
imprescindible en España. Una tarea colectiva pendiente, si se
concibe ese acceso como elemento que estimula la eficacia y la
responsabilidad de las autoridades, ayudándolas a afirmar su
legitimidad; que hace posible la formación de criterio de la
ciudadanía sobre los asuntos públicos; que, en su caso, garantiza
la difusión de la memoria histórica democrática y el respeto y
reparación a las víctimas de regímenes dictatoriales anteriores.
Otra cosa es la falta de respeto a los investigadores y la
consideración de los ciudadanos como menores de edad, siguiendo
inercias de un pasado de opresión y oscurantismo que ya debería
estar superado hace tiempo.
LUIS CASTRO BERROJO es Licenciado en Geografía e Historia y diplomado en Arte Dramático. Es además colaborador ocasional de Burgos Dijital.
LUIS CASTRO BERROJO es Licenciado en Geografía e Historia y diplomado en Arte Dramático. Es además colaborador ocasional de Burgos Dijital.