LA
ÚLTIMA NOCHE EN EL YAGÜE
El
mes pasado tuve que acudir a urgencias con la triste sospecha de que, por los
síntomas que padecía, acabaría siendo ingresada. Desafortunadamente estaba en
lo cierto. Tras la espera de rigor y la lógica pesadumbre de mi situación, al
fin pronunciaron mi nombre para conducirme a mi habitación. Fue entonces cuando
la celadora me explicó que por los jaleos del traslado no me subían a la planta
en silla de ruedas –como manda el protocolo-, y fue también así como me enteré
de que me hallaba en plena semana de mudanzas. Lejos de desplomarme, afloró mi
vena peliculera e inventé una historia, contándole que en realidad era una infiltrada de la prensa, tipo “Samanta
21 días”, que me hacía pasar por enferma para cubrir la noticia y vivirla en
primera persona. La perplejidad de la celadora ante mi sentido del humor la
dejó desconcertada. Tuve que aclararle que se trataba de una broma…
Ciertamente, los días siguientes destacaron por un ir y venir de profesionales, de materiales en cajas, cachivaches, y lo propio de cualquier traslado que se precie. Por mi parte, he de señalar que en ningún momento dejé de estar bien atendida. Tan sólo me fijé en las deficiencias y desperfectos de las instalaciones del agonizante hospital: interruptores sin una luz que encender, camas con colchones defectuosos, baños con muy poca dignidad, toallas que semejaban paños de cocina. En fin, cualquier fallo era lo normal… Hasta que el último día del Yagüe irrumpió con un desaforado trajín, en el que los médicos se apresuraban por adelantar las altas a sus pacientes con el fin de facilitar en lo posible el obligado traslado. Apenas nos quedamos unos seis inquilinos en toda la planta, quienes a lo largo de la tarde fuimos informados, bajo folleto explicativo en mano, de las instrucciones a seguir durante dicho acontecimiento: nada de acompañantes, viajar únicamente con el cepillo de dientes, etc.
Ciertamente, los días siguientes destacaron por un ir y venir de profesionales, de materiales en cajas, cachivaches, y lo propio de cualquier traslado que se precie. Por mi parte, he de señalar que en ningún momento dejé de estar bien atendida. Tan sólo me fijé en las deficiencias y desperfectos de las instalaciones del agonizante hospital: interruptores sin una luz que encender, camas con colchones defectuosos, baños con muy poca dignidad, toallas que semejaban paños de cocina. En fin, cualquier fallo era lo normal… Hasta que el último día del Yagüe irrumpió con un desaforado trajín, en el que los médicos se apresuraban por adelantar las altas a sus pacientes con el fin de facilitar en lo posible el obligado traslado. Apenas nos quedamos unos seis inquilinos en toda la planta, quienes a lo largo de la tarde fuimos informados, bajo folleto explicativo en mano, de las instrucciones a seguir durante dicho acontecimiento: nada de acompañantes, viajar únicamente con el cepillo de dientes, etc.
La
última noche en el Yagüe transcurrió con más pena que gloria, escuchando los
clicks de las cámaras que tomaban las últimas fotos de grupo del personal. En
general, todos destilaban ansiedad e ilusión… Y así, la mañana siguiente
amaneció envuelta entre una especie de bullicio y tensión en los pasillos abarrotados de enseres listos para despachar.
En
seguida nos recogieron a los últimos pacientes, dejando atrás el eco de un
vacío de tantos años. Pero había que mirar hacia delante, y ya instalados en
una ambulancia, arrancamos rumbo al nuevo hospital en una aventura de película.
Pronto me quedé pasmada ante el despliegue y movilización de medios y de
fuerzas del orden público, al parar el tráfico para que toda la comitiva circulase
sin obstáculo alguno. Como marquesas, hicimos nuestra entrada en la sección de
urgencias del nuevo hospital para que quedase constancia del ingreso. Y es
ahora, cuando puedo decir que a veces sobran las palabras para definir la grandeza
y rotundez de la majestuosidad de un edificio. Estrené el hospital, lo mismo
que el resto de médicos, enfermeras,
y demás profesionales, haciendo corrillo
para aprendernos los entresijos que surgían a cada paso. Ni que decir tiene que
todo aquello se me antojaba de un hotel de lujo, mientras escudriñaba
habitaciones, pasillos, estancias de espera y cuartos de baño deslumbrantes.
Las vistas inmejorables: “Manhattan”, denominó el paisaje mi compañera de
cuarto. En cuanto a la comida, se entablaron comentarios para todos los gustos.
Únicamente una gran pega para contrarrestar tanta modernidad: no existe ni una
sola persiana en todo el hospital…
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