Por Fernando Pérez del Río. Doctor en Psicología.
¿Es posible que algunas
sociedades adolezcan de peor salud mental que otras?
Recientes estudios establecen una correlación concluyente al
afirmar que el grado interno de igualdad o desigualdad económica que presenta
un país condiciona directamente la salud mental de sus ciudadanos (Sapolsky,
2005; Pickett KE, James, Wilkinson,
2006; Wilkinson; Pickett, 2007; James, 2007. Pickett, Wilkinson, 2010) Trabajos
tales como los auspiciados por la World
Health Organisation Friedli (2009), ―publicación avalada por organismos de la
talla del Instituto Nacional de Salud Mental de Inglaterra― Y un estudio tan
prestigioso como
Tackling the gradient in
heath (Dorgelo, Pos, Vervoordeldonk y Cansen, 2010),
incide en la misma dirección.
Lo comunitario frente al individualismo
A la vista de todos los
datos anteriores, es posible concluir que los países más comunitarios y con
menos diferencias económicas entre sus habitantes, aquellos que dan más
importancia al grupo (Foot, 2012) y gozan de mayor movilidad social, son a la
postre los más “sanos”.
En el otro extremo se
hallarían los países que siguen políticas más neoliberales, de raigambre
individualista, aquellas que persiguen el éxito a toda costa, creando un estilo
de vida que ha sido definido con el término affluenza
(opulencia) por el psicólogo británico Oliver James (2007) en su extenso
libro del mismo título.
De todo esto se deduce
que en culturas y sociedades donde se sobrevalora el “yo” en detrimento del
“nosotros” y se vive encasquillado en la apariencia física a merced de infravalores
puramente materialistas. Incluso las recomendaciones que la propia sociedad
promociona para mejorar el estilo de vida son siempre de corte individual: no
fume, canalice sus emociones, haga deporte, cuide su
alimentación, etc. (Lane, 1962) demostró que ese tipo de creencias llevaba a
las personas a encontrar defectos en sí mismas y a culparse por los mismos a la
hora de justificar su relativamente bajo estatus social; es decir, que un baja
condición social conllevaba una baja autoestima y una autoevaluación negativa.
De acuerdo con el
conocido sociólogo norteamericano Richard Sennett (2007), el ataque al Estado del bienestar
comenzó en el régimen neoliberal anglosajón y ahora se está extendiendo a otras
economías políticas de cariz ‘renano’, propias de Europa continental,
calificando a quienes dependen económicamente del Estado más de parásitos
sociales que de personas verdaderamente indefensas. En esta misma línea,
(Rutherford, 2008) sostiene que en una
sociedad desigual es fácil encontrar más violencia, puesto que la desigualdad
crea personas que se ven privadas de aquellos apoyos o facilidades de
supervivencia a los que se consideran acreedores, evidenciando así una
vulnerabilidad que genera en ocasiones ansiedades de todo tipo, entre ellas la
de ser juzgadas por los demás.
Para empezar a entender
cómo se llega a generar “el problema” que nos ocupa, convendría recordar que
muchas sociedades valoraron y valoran positivamente el ofrecer y el pedir
ayuda, y veían normal que unas personas dependieran de otras. En la Antigua
Roma, el cliente le pedía a su protector ayudas o favores con toda naturalidad,
y éste se desprestigiaba ante la sociedad si no podía ocuparse de aquellos que
esperaban apoyo de él. Pero, en los estilos neoliberales que definen la
civilización actual, las personas necesitadas se ven a sí mismas y son vistas
desde fuera como “fracasadas” y se las considera un verdadero lastre para la
economía, tildándolas alegremente de “parásitos” sociales. Podemos encontrar
titulares de prensa en diferentes países, “Desempregados
tratados como "bandidos" em centros de emprego” los desempleados
son tratados como delincuentes en los centros de empleo, Journal del Noticias (2013).
Una de las muchas consecuencias
de esta denigrante consideración es que las personas sientan vergüenza y, por
consiguiente, una tendencia a aislarse de los demás y a alejarse de la
comunidad, puesto que el “fracaso” se tiende a esconder, tanto más si ese
fracaso está asociado al estigma de ser un dependiente o un parásito social. De
este modo desaparece “el colchón” que toda comunidad debiera suponer como
factor amortiguador y protector frente a la ansiedad y el miedo que la lucha
por la subsistencia genera (Sennett, 2010).
Llegados a este punto,
no es incoherente concluir que la desigualdad económica favorece el aumento de
los trastornos mentales y contribuye a crear una sociedad ansiógena, estresada,
clasista y frágil. No olvidemos que el trastorno mental también es una
construcción social.
Conclusiones
Parece claro, por
consiguiente, que el grado de salud mental se detecta con mayor claridad
dependiendo del contexto social y que existen factores exógenos (no orgánicos)
que pueden desencadenar y favorecer determinados trastornos, los cuales no se hallan
únicamente condicionados por causas económicas.
El corolario de los
datos aportados hasta ahora parece ser que una sociedad individualista y fragmentada,
con alta desigualdad económica y regida por tendencias consumistas y
acumulativas que, carente de unos mínimos valores sociales y humanos, desprecia
sin miramientos un concepto de fracaso instituido por ella misma, es campo
abonado para que prevalezcan todo tipo de trastornos mentales (Pérez, 2013).
El ámbito universitario,
con poquísimas excepciones, continúa formando psiquiatras y psicólogos sin
interés alguno por la dimensión organizativa de los servicios en los que se van
a trabajar. Los clínicos están convencidos de que el destino de sus pacientes
depende exclusivamente de los tratamientos individuales que reciban y no de los
modos y de las formas organizativas de los servicios (cuya utilidad, en cambio,
demuestra ampliamente la mejor literatura de todos los tiempos) (Saraceno, 2011).
La única especialidad en psicología que ha sido animada y coordinada por el COP
(Colegio Oficial de Psicólogos) ha sido la clínica, a pesar de que en el
artículo 18 del actual código deontológico de los psicólogos españoles se hable
de “la legítima diversidad de teorías, escuelas y métodos”.
No hace mucho se publicó
un manifiesto contra el DSM y el CIE firmado por una larga lista de
asociaciones de psicólogos y psiquiatras, y al cual se sumaron decenas de
psicoanalistas de todo el mundo. Dicho manifiesto, denominado Campaign
to Abolish Psychiatric Diagnostic Systems such as ICD and DSM, sostenía que “la idea del individuo
como el lugar del yo es un invento occidental relativamente reciente, y que
semejante marco de trabajo crea las condiciones previas psicológicas necesarias
para la aceptación de los "atomizados" mundos sociales que estamos
creando. Sin embargo, el bienestar mental parece estrechamente
relacionado con factores sociales y económicos. Diversos estudios
internacionales han concluido que, más importante que la pobreza en sí, lo es
el grado de desigualdad social.
Estos datos indican la
tendencia dominante de las últimas décadas en cuanto a la salud mental de
nuestras sociedades y nos obliga a dirigir nuestra mirada hacia varios
problemas que reclaman nuestra atención. En primer lugar, debemos dar
importancia a los aspectos sociales más educativos que terapéuticos, a los
tratamientos integrales y no parcializados, al apoyo grupal y familiar y a los
grupos de apoyo mutuo y, a la colaboración de los voluntarios en los
dispositivos asistenciales. En definitiva, estos trabajos e investigaciones nos
invitan a poner en práctica un enfoque comunitario e integral de los trastornos
mentales frente a modelos individualistas y deterministas. Creemos por tanto
que nuestro sector debe participar activamente en la labor de inclusión socio-laboral
de las personas, en facilitar su acceso al alimento diario y a una vivienda
digna, contribuyendo en la participación democrática del paciente y reclamando
de paso unas políticas fiscales que redistribuyan la riqueza de forma más
equitativa.
Es nuestra obligación,
si queremos cumplir con el cometido de atender individualmente a nuestros
pacientes y estar al nivel de exigencia que nuestra profesión reclama, luchar
por un modelo social más justo e igualitario (Pérez, 2013).
Para finalizar, debemos
tener presente que “un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna
razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su
legitimidad” Sennett (2010).