Por Eduardo Nabal
Cuando vi por primera vez "American Pyscho", adaptación del best-seller homónimo de Breat Easton Ellis, no me gustó demasiado. Mis sospechas acerca de un libro sensacionalista que no había leído parecían confirmarse. Ciertamente uno esperaba otra cosa de la directora Mary Harron ("Yo disparé sobre Andy Warhol"), de la productora Christine Vachon ("Boys don't cry") y la guionista Genevieve Turner ("Go Fish"). Parece como si "Killer films" se hubiera apuntado a los "serial killers" con oportunismo, saña y humor negro. Chloë Sevigny (adorable musa del cine indie) y Christian Bale ("Velvet Goldmine") no eran suficientes. Sexo oral y morbo gratuito. Pero hay secuencias en la película que todavía me obsesionan y cautivan.
El filme no solo contiene algunos pullazos a los yuppies descerebrados de Wall Street, a la era Reagan-Tatcher o el post-capitalismo tardío y más salvaje sino también una performance de Bale como Patrick, un hombre fálico pero coqueto y desequilibrado hasta el narcisismo homicida. Capaz de dar una paliza a un mendigo en un callejón y después disertar como un sacerdote sobre el alcance social y humano de las canciones de Whitney Houston ante dos prostitutas anónimas y atónitas que quiere "convertir en lesbianas" para la ocasión antes de asesinarlas con chubasquero. Dos secuencias que contrastan brutalmente. Como contrastan brutalmente lo que los personajes hacen, dicen y callan. El propio Patrick pontifica como un pastor protestante sobre la pérdida de “los valores morales tradicionales” mientras liga en un café con dos jóvenes punkis a las que pretende descuartizar después de acostarse con ellas. Algo muy negro, cruel y perverso pero también con altas dosis de ironía, mala leche y autoparodia.
Cómo el personaje se autoparodia con geles, cortaúñas, cremas depilatorias, mascarillas, asteroides, espejos, jacuzzis, objetos punzantes, gimnasios y abdominales mientras adora la música culta, la ropa de diseño y la cultura pop con maniática religiosidad. Clasista y racista se pone histérico cuando acude a una lavandería regentada por dos ancianos inmigrantes asiáticos y su ropa no ha quedado a la perfección, esa perfección con la que esconde los cadáveres de sus víctimas a las que ha descuartizado con su sierra mecánica. Patrick es sofisticado, frívolo y detestable, pero idolatrado en sus círculos de amistades y trabajo. Algo así como la imagen que, sin ningún tipo de éxito, han querido vender derechas varias (e incluso "personajes" de la izquierda tradicional) de la "comunidad gay" emergente. Gente frívola, hedonista y con dinero. Eso nadie se lo cree ya. Y aquí y ahora aún menos. El filme de Harron nos muestra el heterosexismo y el homoerotismo sublimado en las altas esferas de la economía y las finanzas. Quienes manejan a nuestros políticos cada vez más tristes e impresentables. Como impresentable es el feminismo tradicional e institucional con campañas del tipo “Si pegas a una mujer no eres un hombre” secundadas por filas de “heteros antipatriarcales” con complejo de culpa. Masculinidades de luto pero con corbata, pisos de lujo y ropa para salir de fiesta. Masculino plural cuando los ejecutivos sin cerebro sacan sus nuevas tarjetas de visita en la oficina y las comparan con envidia, como un grupo de adolescentes compite por el tamaño de sus penes o se hacen bromas gruesas en el vestuario de caballeros. Nada equiparable con la estupenda "Shame" de Steve McQueen y su amargura pero muy útil como herramienta para reírse del "homo urbano" por excelencia.
La obsesión en el mundo laboral (sea cual sea el nivel económico) por las apariencias, las mujeres como objetos sexuales y la homosexualidad o el VIH como amenazas latentes está presente de principio a fin en la película, como sigue todavía aún vigente hoy día en muchos lugares de trabajo, ocio o estudio. El filme de Harron va más lejos que la idolatrada y machista "Fight Club" al hablar sobre masculinidades y mercado, consumismo y alienación y sobre todo su mensaje es más ácido, inteligente y ambiguo. Todo ambivalente como esas gotas de crema de frambuesa que podemos tomar por sangre o esas gotas de sangre derramadas que podemos tomar por crema de frambuesa- en los títulos crédito- cayendo sobre la superficie de un pastel de nata.
Una pista misteriosa sobre la historia de un hombre que puede comprarlo todo con su nueva tarjeta de crédito. Un hombre que no teme que le roben el banco porque es suyo y sabe cómo hacerlo. Patrick lo tiene todo para ser un “hombre de verdad”. Todo menos su cordura y esa masculinidad excesiva, histriónica, desequilibrada y de diseño que debe demostrar continuamente a sí mismo y a su entorno social. Un entorno social que convive al lado y de espaldas a los que- cada vez más- ya pueden decir y hasta cantar “I have nothing”.
Cuando vi por primera vez "American Pyscho", adaptación del best-seller homónimo de Breat Easton Ellis, no me gustó demasiado. Mis sospechas acerca de un libro sensacionalista que no había leído parecían confirmarse. Ciertamente uno esperaba otra cosa de la directora Mary Harron ("Yo disparé sobre Andy Warhol"), de la productora Christine Vachon ("Boys don't cry") y la guionista Genevieve Turner ("Go Fish"). Parece como si "Killer films" se hubiera apuntado a los "serial killers" con oportunismo, saña y humor negro. Chloë Sevigny (adorable musa del cine indie) y Christian Bale ("Velvet Goldmine") no eran suficientes. Sexo oral y morbo gratuito. Pero hay secuencias en la película que todavía me obsesionan y cautivan.
El filme no solo contiene algunos pullazos a los yuppies descerebrados de Wall Street, a la era Reagan-Tatcher o el post-capitalismo tardío y más salvaje sino también una performance de Bale como Patrick, un hombre fálico pero coqueto y desequilibrado hasta el narcisismo homicida. Capaz de dar una paliza a un mendigo en un callejón y después disertar como un sacerdote sobre el alcance social y humano de las canciones de Whitney Houston ante dos prostitutas anónimas y atónitas que quiere "convertir en lesbianas" para la ocasión antes de asesinarlas con chubasquero. Dos secuencias que contrastan brutalmente. Como contrastan brutalmente lo que los personajes hacen, dicen y callan. El propio Patrick pontifica como un pastor protestante sobre la pérdida de “los valores morales tradicionales” mientras liga en un café con dos jóvenes punkis a las que pretende descuartizar después de acostarse con ellas. Algo muy negro, cruel y perverso pero también con altas dosis de ironía, mala leche y autoparodia.
Cómo el personaje se autoparodia con geles, cortaúñas, cremas depilatorias, mascarillas, asteroides, espejos, jacuzzis, objetos punzantes, gimnasios y abdominales mientras adora la música culta, la ropa de diseño y la cultura pop con maniática religiosidad. Clasista y racista se pone histérico cuando acude a una lavandería regentada por dos ancianos inmigrantes asiáticos y su ropa no ha quedado a la perfección, esa perfección con la que esconde los cadáveres de sus víctimas a las que ha descuartizado con su sierra mecánica. Patrick es sofisticado, frívolo y detestable, pero idolatrado en sus círculos de amistades y trabajo. Algo así como la imagen que, sin ningún tipo de éxito, han querido vender derechas varias (e incluso "personajes" de la izquierda tradicional) de la "comunidad gay" emergente. Gente frívola, hedonista y con dinero. Eso nadie se lo cree ya. Y aquí y ahora aún menos. El filme de Harron nos muestra el heterosexismo y el homoerotismo sublimado en las altas esferas de la economía y las finanzas. Quienes manejan a nuestros políticos cada vez más tristes e impresentables. Como impresentable es el feminismo tradicional e institucional con campañas del tipo “Si pegas a una mujer no eres un hombre” secundadas por filas de “heteros antipatriarcales” con complejo de culpa. Masculinidades de luto pero con corbata, pisos de lujo y ropa para salir de fiesta. Masculino plural cuando los ejecutivos sin cerebro sacan sus nuevas tarjetas de visita en la oficina y las comparan con envidia, como un grupo de adolescentes compite por el tamaño de sus penes o se hacen bromas gruesas en el vestuario de caballeros. Nada equiparable con la estupenda "Shame" de Steve McQueen y su amargura pero muy útil como herramienta para reírse del "homo urbano" por excelencia.
La obsesión en el mundo laboral (sea cual sea el nivel económico) por las apariencias, las mujeres como objetos sexuales y la homosexualidad o el VIH como amenazas latentes está presente de principio a fin en la película, como sigue todavía aún vigente hoy día en muchos lugares de trabajo, ocio o estudio. El filme de Harron va más lejos que la idolatrada y machista "Fight Club" al hablar sobre masculinidades y mercado, consumismo y alienación y sobre todo su mensaje es más ácido, inteligente y ambiguo. Todo ambivalente como esas gotas de crema de frambuesa que podemos tomar por sangre o esas gotas de sangre derramadas que podemos tomar por crema de frambuesa- en los títulos crédito- cayendo sobre la superficie de un pastel de nata.
Una pista misteriosa sobre la historia de un hombre que puede comprarlo todo con su nueva tarjeta de crédito. Un hombre que no teme que le roben el banco porque es suyo y sabe cómo hacerlo. Patrick lo tiene todo para ser un “hombre de verdad”. Todo menos su cordura y esa masculinidad excesiva, histriónica, desequilibrada y de diseño que debe demostrar continuamente a sí mismo y a su entorno social. Un entorno social que convive al lado y de espaldas a los que- cada vez más- ya pueden decir y hasta cantar “I have nothing”.