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jueves, 4 de abril de 2013

El trastorno mental producido por la desigualdad económica


Por Fernando Pérez del Río. Doctor en Psicología.
¿Es posible que algunas sociedades adolezcan de peor salud mental que otras?


Recientes estudios establecen una correlación concluyente al afirmar que el grado interno de igualdad o desigualdad económica que presenta un país condiciona directamente la salud mental de sus ciudadanos (Sapolsky, 2005;  Pickett KE, James, Wilkinson, 2006; Wilkinson; Pickett, 2007; James, 2007. Pickett, Wilkinson, 2010) Trabajos tales como los auspiciados por la World Health Organisation Friedli (2009),  ―publicación avalada por organismos de la talla del Instituto Nacional de Salud Mental de Inglaterra― Y un estudio tan prestigioso como Tackling the gradient in heath (Dorgelo, Pos, Vervoordeldonk y Cansen, 2010), incide en la misma dirección.

Lo comunitario frente al individualismo
A la vista de todos los datos anteriores, es posible concluir que los países más comunitarios y con menos diferencias económicas entre sus habitantes, aquellos que dan más importancia al grupo (Foot, 2012) y gozan de mayor movilidad social, son a la postre los más “sanos”.
En el otro extremo se hallarían los países que siguen políticas más neoliberales, de raigambre individualista, aquellas que persiguen el éxito a toda costa, creando un estilo de vida que ha sido definido con el término affluenza (opulencia) por el psicólogo británico Oliver James (2007) en su extenso libro del mismo título.
De todo esto se deduce que en culturas y sociedades donde se sobrevalora el “yo” en detrimento del “nosotros” y se vive encasquillado en la apariencia física a merced de infravalores puramente materialistas. Incluso las recomendaciones que la propia sociedad promociona para mejorar el estilo de vida son siempre de corte individual: no fume, canalice sus emociones, haga deporte, cuide su alimentación, etc. (Lane, 1962) demostró que ese tipo de creencias llevaba a las personas a encontrar defectos en sí mismas y a culparse por los mismos a la hora de justificar su relativamente bajo estatus social; es decir, que un baja condición social conllevaba una baja autoestima y una autoevaluación negativa.
De acuerdo con el conocido sociólogo norteamericano Richard Sennett (2007), el ataque al Estado del bienestar comenzó en el régimen neoliberal anglosajón y ahora se está extendiendo a otras economías políticas de cariz ‘renano’, propias de Europa continental, calificando a quienes dependen económicamente del Estado más de parásitos sociales que de personas verdaderamente indefensas. En esta misma línea, (Rutherford, 2008) sostiene que en una sociedad desigual es fácil encontrar más violencia, puesto que la desigualdad crea personas que se ven privadas de aquellos apoyos o facilidades de supervivencia a los que se consideran acreedores, evidenciando así una vulnerabilidad que genera en ocasiones ansiedades de todo tipo, entre ellas la de ser juzgadas por los demás.
Para empezar a entender cómo se llega a generar “el problema” que nos ocupa, convendría recordar que muchas sociedades valoraron y valoran positivamente el ofrecer y el pedir ayuda, y veían normal que unas personas dependieran de otras. En la Antigua Roma, el cliente le pedía a su protector ayudas o favores con toda naturalidad, y éste se desprestigiaba ante la sociedad si no podía ocuparse de aquellos que esperaban apoyo de él. Pero, en los estilos neoliberales que definen la civilización actual, las personas necesitadas se ven a sí mismas y son vistas desde fuera como “fracasadas” y se las considera un verdadero lastre para la economía, tildándolas alegremente de “parásitos” sociales. Podemos encontrar titulares de prensa en diferentes países, “Desempregados tratados como "bandidos" em centros de emprego” los desempleados son tratados como delincuentes en los centros de empleo, Journal del Noticias (2013).
 Una de las muchas consecuencias de esta denigrante consideración es que las personas sientan vergüenza y, por consiguiente, una tendencia a aislarse de los demás y a alejarse de la comunidad, puesto que el “fracaso” se tiende a esconder, tanto más si ese fracaso está asociado al estigma de ser un dependiente o un parásito social. De este modo desaparece “el colchón” que toda comunidad debiera suponer como factor amortiguador y protector frente a la ansiedad y el miedo que la lucha por la subsistencia genera  (Sennett, 2010).
Llegados a este punto, no es incoherente concluir que la desigualdad económica favorece el aumento de los trastornos mentales y contribuye a crear una sociedad ansiógena, estresada, clasista y frágil. No olvidemos que el trastorno mental también es una construcción social.
Conclusiones
Parece claro, por consiguiente, que el grado de salud mental se detecta con mayor claridad dependiendo del contexto social y que existen factores exógenos (no orgánicos) que pueden desencadenar y favorecer determinados trastornos, los cuales no se hallan únicamente condicionados por causas económicas.
El corolario de los datos aportados hasta ahora parece ser que una sociedad individualista y fragmentada, con alta desigualdad económica y regida por tendencias consumistas y acumulativas que, carente de unos mínimos valores sociales y humanos, desprecia sin miramientos un concepto de fracaso instituido por ella misma, es campo abonado para que prevalezcan todo tipo de trastornos mentales (Pérez, 2013).
El ámbito universitario, con poquísimas excepciones, continúa formando psiquiatras y psicólogos sin interés alguno por la dimensión organizativa de los servicios en los que se van a trabajar. Los clínicos están convencidos de que el destino de sus pacientes depende exclusivamente de los tratamientos individuales que reciban y no de los modos y de las formas organizativas de los servicios (cuya utilidad, en cambio, demuestra ampliamente la mejor literatura de todos los tiempos) (Saraceno, 2011). La única especialidad en psicología que ha sido animada y coordinada por el COP (Colegio Oficial de Psicólogos) ha sido la clínica, a pesar de que en el artículo 18 del actual código deontológico de los psicólogos españoles se hable de “la legítima diversidad de teorías, escuelas y métodos”.
No hace mucho se publicó un manifiesto contra el DSM y el CIE firmado por una larga lista de asociaciones de psicólogos y psiquiatras, y al cual se sumaron decenas de psicoanalistas de todo el mundo. Dicho manifiesto, denominado Campaign to Abolish Psychiatric Diagnostic Systems such as ICD and DSM, sostenía que “la idea del individuo como el lugar del yo es un invento occidental relativamente reciente, y que semejante marco de trabajo crea las condiciones previas psicológicas necesarias para la aceptación de los "atomizados" mundos sociales que estamos creando.  Sin embargo, el bienestar mental parece estrechamente relacionado con factores sociales y económicos. Diversos estudios internacionales han concluido que, más importante que la pobreza en sí, lo es el grado de desigualdad social.

Estos datos indican la tendencia dominante de las últimas décadas en cuanto a la salud mental de nuestras sociedades y nos obliga a dirigir nuestra mirada hacia varios problemas que reclaman nuestra atención. En primer lugar, debemos dar importancia a los aspectos sociales más educativos que terapéuticos, a los tratamientos integrales y no parcializados, al apoyo grupal y familiar y a los grupos de apoyo mutuo y, a la colaboración de los voluntarios en los dispositivos asistenciales. En definitiva, estos trabajos e investigaciones nos invitan a poner en práctica un enfoque comunitario e integral de los trastornos mentales frente a modelos individualistas y deterministas. Creemos por tanto que nuestro sector debe participar activamente en la labor de inclusión socio-laboral de las personas, en facilitar su acceso al alimento diario y a una vivienda digna, contribuyendo en la participación democrática del paciente y reclamando de paso unas políticas fiscales que redistribuyan la riqueza de forma más equitativa.
Es nuestra obligación, si queremos cumplir con el cometido de atender individualmente a nuestros pacientes y estar al nivel de exigencia que nuestra profesión reclama, luchar por un modelo social más justo e igualitario (Pérez, 2013).
Para finalizar, debemos tener presente que “un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad” Sennett  (2010).

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