Diógenes_de_Sinope, Jean-Léon Gérôme 1860 |
El indigente es la viva imagen de la carencia. Es aquel que no tiene. No tiene trabajo, ni casa, ni comida. No tiene familia, ni amigos. No tiene recursos. Tiene, como mucho, un cartón de vino barato. No es un mendigo, porque no pide y tampoco es un vagabundo, porque no yerra (si de movimiento estamos hablando, no queremos adentrarnos ahora en cuestiones morales). Es un “sin Techo”, un “sin Hogar”. Muy prosaico, demasiado. Hoy en día hay mucha gente sin techo (además de las 510.000 familias que perderán su casa en los próximos cuatro años por ejecuciones hipotecarias), y sin una habitación propia (con vistas o sin ellas) y no por ello se convierten automáticamente en indigentes. Tiene que haber algo más. Es decir, tiene que faltar algo más. Además del qué, hay también un quién ausente. El hogar no lo hacen los muebles, ni las alfombras, por mucho que nos hayan abierto un Ikea en Valladolid, el hogar lo hacen las personas que lo habitan, y son éstas las que dan calor. Calor humano. Visto así, podría haber algo de verdad en lo que de que los indigentes se mueren de frío.
Normalmente, cuando una muerte es noticia puede deberse a dos motivos, o bien el finado era alguien notable, o bien la muerte ha tenido algo de excepcional. No se cumple aquí ninguna de las premisas. Ciudadanos ¿Ciudadanos? que mueren en la calle, de madrugada, bajo el puente o en un cajero. Seres humanos que mueren tras rechazar la ayuda de los servicios sociales. Eso parece ser parte fundamental de la noticia. Y tiene su aquél. Cómo no preguntarse ¿Por qué? ¿Por qué alguien rechazaría la ayuda que se le ofrece? Y, sin embargo, es más habitual de lo que parece. Es negarse a ser carne de beneficencia, una beneficencia que dignifica al que la ejerce y nunca al que la recibe. En la literatura, especialmente en la tradición romántica, el mendigo (los indigentes de hoy) era el más libre de los hombres, el que excluido y marginado no vivía según las reglas impuestas. Todo este asunto de morir tras rechazar la ayuda parece librarnos de culpa. Parece que el fracaso es suyo y no nuestro, de una sociedad donde la palabra reinserción está hueca, donde cada vez tienen más cabida la desigualdad, la exclusión y la pobreza.
Sucesos como éste y el tratamiento que se hace de ellos en los medios parecen distraernos del meollo del asunto: que las organizaciones sociales son parches, no soluciones y que morir en la calle de frío, es, sólo, el final del camino. Seguro que en la vida del indigente que dijo no, había habido muchos otros No, antes del suyo
Normalmente, cuando una muerte es noticia puede deberse a dos motivos, o bien el finado era alguien notable, o bien la muerte ha tenido algo de excepcional. No se cumple aquí ninguna de las premisas. Ciudadanos ¿Ciudadanos? que mueren en la calle, de madrugada, bajo el puente o en un cajero. Seres humanos que mueren tras rechazar la ayuda de los servicios sociales. Eso parece ser parte fundamental de la noticia. Y tiene su aquél. Cómo no preguntarse ¿Por qué? ¿Por qué alguien rechazaría la ayuda que se le ofrece? Y, sin embargo, es más habitual de lo que parece. Es negarse a ser carne de beneficencia, una beneficencia que dignifica al que la ejerce y nunca al que la recibe. En la literatura, especialmente en la tradición romántica, el mendigo (los indigentes de hoy) era el más libre de los hombres, el que excluido y marginado no vivía según las reglas impuestas. Todo este asunto de morir tras rechazar la ayuda parece librarnos de culpa. Parece que el fracaso es suyo y no nuestro, de una sociedad donde la palabra reinserción está hueca, donde cada vez tienen más cabida la desigualdad, la exclusión y la pobreza.
Sucesos como éste y el tratamiento que se hace de ellos en los medios parecen distraernos del meollo del asunto: que las organizaciones sociales son parches, no soluciones y que morir en la calle de frío, es, sólo, el final del camino. Seguro que en la vida del indigente que dijo no, había habido muchos otros No, antes del suyo