Los coches oficiales no cabían en el patio de entrada de
las antiguas Escuelas Aguirre, actual sede de la Casa Árabe de Madrid, el
pasado 28 de enero, cuando los embajadores de cinco países del Golfo Pérsico
(Arabia Saudí, Qatar, Omán, Kuwait y Emiratos Árabes Unidos) acudieron a la
tercera mesa redonda sobre la trágica y espinosa cuestión de los refugiados
sirios que organizaba esa institución (las dos anteriores fueron en noviembre
pasado).
En esta ocasión, los altivos representantes de las ricas monarquías
petroleras de Oriente Medio se enorgullecían de su labor altruista para con los
millones de sirios expulsados por una guerra de la que ellos no eran ajenos.
A
medida que nos lanzaban repetidamente una retahíla de cifras y datos asépticos
acerca de la grandeza de su labor humanitaria, algunos de los que allí nos
citamos, atónitos, íbamos abandonando la sala. Era, a mi entender,
impresentable, que países cuyo fundamentalismo pasa comúnmente inadvertido en
los medios, y que siempre se han caracterizado por la falta de respeto a los
derechos humanos y el maltrato hacia los emigrantes (palestinos, paquistaníes,
bengalíes, filipinos, ...), que constituyen en ocasiones la mayoría de la
población (por no hablar del status de la mujer), ahora se vanagloriasen de una
política aperturista y permisiva, por la que millones de refugiados tendrían
acceso a todos los servicios y prestaciones sociales de esos Estados, en
igualdad de condiciones que sus ciudadanos.
El embajador de Arabia Saudí habló
de dos millones y medio de sirios en su territorio, que tendrían una absoluta
libertad de movimientos en el país. Increíble. Es cierto que han donado
millones de dólares en ayuda, pero tan magnífica solidaridad podría verse empañada
por el apoyo militar y financiero a los grupos rebeldes anti-Assad, que
mantienen vivo el conflicto.
Porque la guerra no apareció de repente como una
tormenta de arena, y los países del Golfo, tradicionales aliados de EE.UU.,
tuvieron un papel muy activo en sus preparativos, como ocurrió también en el
caso de Libia. Ahora tienen miedo, no solo del enorme problema demográfico que
representaría la enorme cantidad de refugiados en su territorio (no tuvieron en
cuenta que el conflicto se alargara tanto), sino de la desestabilización
interna que provocaría la presencia de yihadistas en su propio suelo.
Yihadistas que ellos mismos ayudaron a desarrollarse con apoyo de Occidente.
Por eso mantienen este contradictorio discurso, de apoyo humanitario por un lado,
de cara a los medios de comunicación, y de cierre de fronteras de facto por
otro, ya que su política oficial es de reducir el número de trabajadores
extranjeros, y aumentar las dificultades para adquirir la nacionalidad o la
residencia. O acaso es creíble que países capaces de dar millones de dólares
para que miles de beduinos de su territorio puedan tener pasaportes de otra
nacionalidad (caso de Emiratos Árabes Unidos con las islas Comoras
en 2009) y
así evitar darles los derechos reconocidos a su minoría de ciudadanos, tengan
sus puertas abiertas a la masiva oleada de refugiados que la guerra de Siria
genera. No. Que no nos tomen el pelo. Los países fronterizos con Siria se han
llevado la peor parte. Líbano, Jordania y especialmente Turquía, acogen a la
mayor parte de sirios huidos de la masacre y destrucción de su país.
Y si ahora
contemplamos estupefactos cómo gentes, sin miedo a morir ahogados o congelados,
cruzan las fronteras de nuestra resquebrajada Europa para buscar un futuro de
supervivencia, es porque no encuentran otra alternativa.
Los habitantes de
Alepo, Homs, Hama, Der-er-Zhor, y otras grandes ciudades de Siria, antes con un
nivel de vida digno y equiparable a cualquier país del Mediterráneo europeo,
ahora se ven abocados a la miseria y la incomprensión de nuestros gobiernos,
que colocan concertinas en las fronteras y tramitan leyes de expulsión o
dificultan su estancia cuando ya tienen concedido el asilo.
Se les trata como
apestados y se les maltrata en los medios, equiparándoles a violadores en masa
y enemigos de la civilización. Sólo falta que se les marque públicamente, como
se hizo con la población judía alemana durante el nazismo, para que se les
reconozca, y construir campos de concentración para evitar que se mezclen con
el resto de los mortales.
Hace ya tiempo que la muerte de los no europeos o los no
occidentales en general, no nos afecta. No tienen nombre. Sólo la imagen del
niño Aylan sobre la playa nos conmovió. Pero desde entonces ha habido muchos
otros niños como él, que pasan desapercibidos ante nuestros ojos. Aylan
procedía de la ciudad kurda de Kobane, en la frontera entre Siria y Turquía,
cuyo asedio por parte del Daesh (Estado Islámico) provocó su práctica
destrucción.
La victoria de las milicias kurdas en esta larga batalla el pasado
junio, provocó una reacción furibunda del gobierno turco: el presidente Erdogan
advirtió que su país "jamás permitiría la formación de un estado kurdo en
el norte de Siria", y acusó a los kurdos de "intentar una operación
para modificar la demografía de la región".
Por tanto, poco más o menos,
estaba aludiendo a la idea de que el Estado Islámico ejerce una labor de
contención del movimiento kurdo, tan peligroso para los intereses de Turquía,
cuya población kurda es numerosa.
Mientras tanto el Estado Islámico se movía
hacia otras ciudades de la zona, como Hasaka, provocando la huida de más de
cien mil personas, agravando aún más el problema de los refugiados. De este
modo, ¿quién es el responsable de todo este despropósito destructivo? Quienes
se quedan no dudan en resistir, y los kurdos son una buena prueba. Asediados no
solo por el Estado Islámico, sino por todos los países en los que se reparte su
población (Siria, Turquía, Irak, Irán), son el único ejemplo de resistencia
eficaz y de organización positiva, únicamente reconocida legalmente en el
espacio de su región autónoma en el norte de Irak.
El Kurdistán siempre ha sido negado como país: el Tratado
de Sèvres, que se firmó con el Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial
(1920) permitía la independencia de todas sus nacionalidades, pero el posterior
Tratado de Lausana (1923) repartió el territorio entre intereses franceses y
británicos, formalizando las fronteras que actualmente componen la región.
Evidentemente, como cualquier imposición colonial, el resultado fue la creación
de Estados dependientes de Occidente, todos fallidos, controlados por
dictadores pertenecientes a tribus poderosas, que, en el caso de Irak,
dependían de las grandes corporaciones petroleras.
Todos intentos de crear una
entidad independiente kurda fueron reprimidos violentamente, y nadie se inmutó
ante las matanzas de su población a manos de esos gobiernos hasta la
demonización de Saddam Hussein en los noventa.
Durante esos años hubo una
guerra civil que enfrentó a diversos grupos, como el Partido Democrático del
Kurdistán Iraquí (PDK) y la Unión Patriótica del Kurdistán (UPK), mientras
Turquía trataba de eliminar al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK),
cuyo líder, Abdulá Ocalán, fue arrestado en 1999.
La diputada Leyla Zana fue
detenida acusada de separatismo, y el ejército turco destruyó más de tres mil
aldeas kurdas en su política represiva. Tras la ocupación norteamericana, ha
funcionado una autonomía kurda, dirigida por el clan Barzani, que ha sido muy
criticado por implantar una auténtica dictadura en la región, y sobre todo,
acusado de connivencia con el gobierno turco, al que vendería ilegalmente petróleo procedente de los
pozos de Kirkuk, mientras éste sigue reprimiendo a la población kurda en Turquía.
El juego de intereses es tal, que el Estado Islámico sólo es combatido
eficazmente por las milicias kurdas en el norte de Siria, que han logrado
establecer una organización realmente fuerte, que ha tomado la realidad de la
guerra como una lucha de liberación nacional, en la que las mujeres han tomado
un gran protagonismo.
Muchas de ellas decidieron quedarse en los pueblos
abandonados tras su ocupación por el Daesh, y su posterior liberación. Han
formado una resistencia que será difícil de eliminar si, llegado el caso, se
reconstruye la antigua Siria.
No obstante, esa solución, ese futuro tan
esperado que poco a poco se va ganando con sangre, aún parece lejano. Los
millones de desplazados y refugiados, cansados de esperar, buscan un futuro y
no temen ya a la muerte.
Se encuentran frente a nosotros y se enfrentan a
nuestro desprecio. No es extraño. Les hemos ignorado durante siglos. Desde
nuestra atalaya, hemos visto el mundo como dioses, y ahora el Olimpo está
cercado, pero la ceguera de nuestros gobiernos y de muchos de sus votantes no
hará sino alargar la conclusión inevitable: Europa va a cambiar, tendrá que
aceptar las consecuencias de su injerencia histórica en el resto del mundo,
porque ahora ese mundo le está devolviendo la pelota, y se penetra por sus
grietas, hasta que acabe con el monolito de su superioridad.
En la guerra de
Siria se están jugando muchas cosas, entre ellas el futuro de nuestro mundo.
"Siria: la batalla por el dominio mundial"