Por Arturo Blanco-White
Soleada
mañana de agosto. Sopla una ligera brisa sobre la Bahía de
Santander. El tiempo se detiene y se densa en ese no lugar -como lo
definiría el filósofo francés Marc Augé- que es la sala de un
aeropuerto previa al embarque. De pronto, por los motivos más
azarosos, entre los que probablemente destaquen el aburrimiento y la
ansiedad surge una conversación, el relato resumido de decisiones
tomadas, alguien que ha decidido abandonar su propio terruño que no
le ofrece alternativas, para probar suerte en Reading, próximo a
Londres, donde le espera un familiar al que parece no faltarle
empleo. Veinte y siete años y con los horizontes al otro lado del
mar. Adiós a Maliaño, acaso para siempre.
Ryanair
es una compañía que favorece los contactos físicos y fomenta la
sociabilidad humana, de este modo una madre logroñesa cuenta entre
satisfacción y pesar como su hijo sobrevive entre los escualos de
Canary Wharf. No se pueden alojar con él, porque sólo dispone de un
pequeño cuarto enmoquetado, menos mal, que unos amigos españoles
también les han dejado un piso libre, mientras están asoleándose
en sus originarias ubres repartidas por todos los rincones de la
península.
Hora
punta en la Central Line, de repente formamos parte de un
emparedado de lechuga y lo que para nosotros sería jamón york
reblandecido, regados por una mahonesa pegajosa, el vagón embutido
forma parte de las delicias del lugar, al igual que en otras
metrópolis. Un rostro enjuto, joven, pero pelón habla como si por
entre sus labios se expresaran toda la amalgama de cuerpos retorcidos
que se arquean dentro del vagón. “Al menos aquí tengo trabajo,
llegué en el 2011 y sólo me ha faltado curre durante cuatro meses.
Eso sí sobre las condiciones habría mucho sobre lo que hablar”.
Barcelona le queda lejos, aunque destila algo de amargura cuando en
su retina se forman las sombras de las Ramblas, parece ser que
abandonó algo más que una ciudad. Pero la metrópolis lo escupe en
la siguiente parada y lo engulle la corriente hacia alguna parte.
Viernes
por la tarde en la City. Entrechocan las pintas rebosantes de
espumosas cervezas y algunos más cool tintinean
copas enrojecidas por vinos franceses de moda. Los jóvenes
aprendices de tiburones financieros llegados de todos los rincones
del globo, se solazan en los pubs, a los pies de los mismos centros
donde se decide el precio del mijo en Mali, del arroz en Camboya, o
sobre los bonos de la deuda griega. Flojas las corbatas, arremangadas
las camisas, brillando el carmín, relatando las hazañas de la
semana y los planes para el fin de semana, ocupan buena parte de la
acera, de forma desenfadada, ocupados en sí mismos. De tal forma,
que aun no han visto a Rubén, lleva ocho meses recogiendo sus copas,
limpiando las mesas y barriendo las colillas que arrojan fuera de los
ceniceros. Desde Linares a la City. Confiesa que no es el único que
procede de España, hay alguno más, pero pertenece al otro grupo, a
los cachorros de las corporaciones. Evita contactar con ellos, suelen
ser de los más fanfarrones, y algunos, le consta, no superan la
función de pisapapeles en sus oficinas.
Desde luego Islington no es uno de los barrios que aparecen en las
guías turísticas londinenses, pero allí vive Pedro, originario de
San Pedro de Sula, Honduras, probablemente una de las ciudades más
violentas del planeta, por tanto su nuevo hogar le parece de lo más
apacible. Pedro, lleva en la ciudad poco más de un año, ha
conseguido trabajo como fregaplatos en un restaurante, y también
limpia una tienda de hispanos a primera hora de la mañana, está
contento, puede mandar dinero a su mujer y a sus tres hijos, que
residen en el barrio de San Lorenzo, Segovia. Ha vivido en España
durante trece años, se ganó bien la vida como camarero, pero el
trabajo comenzó a escasear y optó por una segunda emigración. Con
nacionalidad española y un par de hijos nacidos en Segovia, no
quiere obligar a su familia a pasar por un nuevo desarraigo, además
opina el colegio y los médicos son mejores en España, y la vida en
el barrio también parece más segura y tranquila. Sin embargo, sus
labios y las arrugas de su frente se preguntan con dolor si a sus
hijos, les tocará emigrar de su recién estrenada patria, si esta
como parece no es capaz de cuidar a su gente y menos a sus jóvenes.
Aunque
un cortés joven rubicundo me ha explicado por tercera vez las
instrucciones a seguir, y me he retirado asintiendo, lo cierto es que
no he entendido a penas nada. Estoy vacilando en medio del pasillo
con una llave que no sé que puerta abre cuando sale en mi ayuda la
moza de la limpieza. Me explica con seca claridad y en castellano lo
que necesito saber, que ha escuchado mientras fregaba las baldosas
del único vestíbulo no enmoquetado que me encontrado hasta el
momento. De la angustia paso al agradecimiento, e inmediatamente
quiero entablar una conversación con mi anónima bienhechora. Sólo
me reconoce su procedencia ibérica, y me rehuye dándome la espalda
y evitando preguntas impertinentes. Veo como arrastra su cubo y su
mocho, con un peto verde en el que aparece el nombre de la empresa de
limpieza para la que trabaja y un número de teléfono.
Canterbury
tiene mucho cuento, como lo tienen todos los lugares cuajados de
historia, en los que parece que se detuvo el tiempo. Las naves de su
espectacular catedral, tan aéreas ellas, trasladan a otro espacio,
y a otras reflexiones. Sin embargo cada uno lanza sus señales, que
son interpretadas por aquellos que pueden responder a las mismas. Así
una camiseta de la marea verde en defensa de la enseñanza pública,
atrae
a cuatro personas que en un santiamén compartían pesares y
sentimientos. Dos profesoras mallorquinas, un asturiano y una más de
Zaragoza. Maestros exiliados. ¿Por qué pueden enriquecer y educar a
los jóvenes británicos y se les niega el pan y la sal en la piel de
toro? Las plegarias y la maldiciones se alzan
y escapan por los altos
ventanales del gótico inglés. El poder intenta acallar a quien es
molesto, como ya hizo con Thomas Becket. A pesar de ello la
resistencia toma otro color, y pasa del verde a la marea granate del
exilio.
Los sevillanos tienen guasa. La necesitan más que nunca. La sanidad
pública británica carece de humor, o quizá sea ese humor inglés
tan irreverente él como socarrones los buenos mozos de la ribera
del Guadalquivir. Son jóvenes y probablemente excelentes enfermeros,
adiestrados a extraer sangre a todo tipo de pieles, pálidas sajonas,
pecosas de antiguos britanos, negras antillanas, bronceadas de la
India o Pakistán, e incluso alguna morena mediterránea, que de
repente les pone un nudo en la garganta, y por un segundo se olvidan
de su guasa, justo cuando más la necesitan.
El mismo agosto en Bristol, cubierto de nubes, suave brisa que
procede del puerto. Tania ha llorado, aunque ahora trata de sonreír.
Se esfuerza tanto, como el sol inglés en abrirse un hueco entre las
nubes. Finalmente lo consiguen ambos. Una mañana, hace un año y
medio, le llamó su jefe al despacho y le dijo que dejara el coche de
la empresa en el parque empresarial de Sabadell. Se quedó extrañada.
Lo segundo que le dijo fue que ya le llegaría el finiquito, por
teléfono, y que no tendría que volver más. De sopetón, tras cinco
años ilusionada, dejándose la piel en un “proyecto empresarial
de equipo”. A partir de ese segundo, todo se deshizo como un
azucarillo. En Bristol ha logrado olvidar, hasta que la visita de su
ex-novio, le ha devuelto al pasado. No hay demasiado tiempo para
emociones, Ryanair no espera.