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martes, 23 de septiembre de 2014

Historias del exilio: 2008-2014

Por Arturo Blanco-White

Soleada mañana de agosto. Sopla una ligera brisa sobre la Bahía de Santander. El tiempo se detiene y se densa en ese no lugar -como lo definiría el filósofo francés Marc Augé- que es la sala de un aeropuerto previa al embarque. De pronto, por los motivos más azarosos, entre los que probablemente destaquen el aburrimiento y la ansiedad surge una conversación, el relato resumido de decisiones tomadas, alguien que ha decidido abandonar su propio terruño que no le ofrece alternativas, para probar suerte en Reading, próximo a Londres, donde le espera un familiar al que parece no faltarle empleo. Veinte y siete años y con los horizontes al otro lado del mar. Adiós a Maliaño, acaso para siempre.

Ryanair es una compañía que favorece los contactos físicos y fomenta la sociabilidad humana, de este modo una madre logroñesa cuenta entre satisfacción y pesar como su hijo sobrevive entre los escualos de Canary Wharf. No se pueden alojar con él, porque sólo dispone de un pequeño cuarto enmoquetado, menos mal, que unos amigos españoles también les han dejado un piso libre, mientras están asoleándose en sus originarias ubres repartidas por todos los rincones de la península.

Hora punta en la Central Line, de repente formamos parte de un emparedado de lechuga y lo que para nosotros sería jamón york reblandecido, regados por una mahonesa pegajosa, el vagón embutido forma parte de las delicias del lugar, al igual que en otras metrópolis. Un rostro enjuto, joven, pero pelón habla como si por entre sus labios se expresaran toda la amalgama de cuerpos retorcidos que se arquean dentro del vagón. “Al menos aquí tengo trabajo, llegué en el 2011 y sólo me ha faltado curre durante cuatro meses. Eso sí sobre las condiciones habría mucho sobre lo que hablar”. Barcelona le queda lejos, aunque destila algo de amargura cuando en su retina se forman las sombras de las Ramblas, parece ser que abandonó algo más que una ciudad. Pero la metrópolis lo escupe en la siguiente parada y lo engulle la corriente hacia alguna parte.

Viernes por la tarde en la City. Entrechocan las pintas rebosantes de espumosas cervezas y algunos más cool tintinean copas enrojecidas por vinos franceses de moda. Los jóvenes aprendices de tiburones financieros llegados de todos los rincones del globo, se solazan en los pubs, a los pies de los mismos centros donde se decide el precio del mijo en Mali, del arroz en Camboya, o sobre los bonos de la deuda griega. Flojas las corbatas, arremangadas las camisas, brillando el carmín, relatando las hazañas de la semana y los planes para el fin de semana, ocupan buena parte de la acera, de forma desenfadada, ocupados en sí mismos. De tal forma, que aun no han visto a Rubén, lleva ocho meses recogiendo sus copas, limpiando las mesas y barriendo las colillas que arrojan fuera de los ceniceros. Desde Linares a la City. Confiesa que no es el único que procede de España, hay alguno más, pero pertenece al otro grupo, a los cachorros de las corporaciones. Evita contactar con ellos, suelen ser de los más fanfarrones, y algunos, le consta, no superan la función de pisapapeles en sus oficinas.

Desde luego Islington no es uno de los barrios que aparecen en las guías turísticas londinenses, pero allí vive Pedro, originario de San Pedro de Sula, Honduras, probablemente una de las ciudades más violentas del planeta, por tanto su nuevo hogar le parece de lo más apacible. Pedro, lleva en la ciudad poco más de un año, ha conseguido trabajo como fregaplatos en un restaurante, y también limpia una tienda de hispanos a primera hora de la mañana, está contento, puede mandar dinero a su mujer y a sus tres hijos, que residen en el barrio de San Lorenzo, Segovia. Ha vivido en España durante trece años, se ganó bien la vida como camarero, pero el trabajo comenzó a escasear y optó por una segunda emigración. Con nacionalidad española y un par de hijos nacidos en Segovia, no quiere obligar a su familia a pasar por un nuevo desarraigo, además opina el colegio y los médicos son mejores en España, y la vida en el barrio también parece más segura y tranquila. Sin embargo, sus labios y las arrugas de su frente se preguntan con dolor si a sus hijos, les tocará emigrar de su recién estrenada patria, si esta como parece no es capaz de cuidar a su gente y menos a sus jóvenes.

Aunque un cortés joven rubicundo me ha explicado por tercera vez las instrucciones a seguir, y me he retirado asintiendo, lo cierto es que no he entendido a penas nada. Estoy vacilando en medio del pasillo con una llave que no sé que puerta abre cuando sale en mi ayuda la moza de la limpieza. Me explica con seca claridad y en castellano lo que necesito saber, que ha escuchado mientras fregaba las baldosas del único vestíbulo no enmoquetado que me encontrado hasta el momento. De la angustia paso al agradecimiento, e inmediatamente quiero entablar una conversación con mi anónima bienhechora. Sólo me reconoce su procedencia ibérica, y me rehuye dándome la espalda y evitando preguntas impertinentes. Veo como arrastra su cubo y su mocho, con un peto verde en el que aparece el nombre de la empresa de limpieza para la que trabaja y un número de teléfono.

Canterbury tiene mucho cuento, como lo tienen todos los lugares cuajados de historia, en los que parece que se detuvo el tiempo. Las naves de su espectacular catedral, tan aéreas ellas, trasladan a otro espacio, y a otras reflexiones. Sin embargo cada uno lanza sus señales, que son interpretadas por aquellos que pueden responder a las mismas. Así una camiseta de la marea verde en defensa de la enseñanza pública, atrae a cuatro personas que en un santiamén compartían pesares y sentimientos. Dos profesoras mallorquinas, un asturiano y una más de Zaragoza. Maestros exiliados. ¿Por qué pueden enriquecer y educar a los jóvenes británicos y se les niega el pan y la sal en la piel de toro? Las plegarias y la maldiciones se alzan y escapan por los altos ventanales del gótico inglés. El poder intenta acallar a quien es molesto, como ya hizo con Thomas Becket. A pesar de ello la resistencia toma otro color, y pasa del verde a la marea granate del exilio.

Los sevillanos tienen guasa. La necesitan más que nunca. La sanidad pública británica carece de humor, o quizá sea ese humor inglés tan irreverente él como socarrones los buenos mozos de la ribera del Guadalquivir. Son jóvenes y probablemente excelentes enfermeros, adiestrados a extraer sangre a todo tipo de pieles, pálidas sajonas, pecosas de antiguos britanos, negras antillanas, bronceadas de la India o Pakistán, e incluso alguna morena mediterránea, que de repente les pone un nudo en la garganta, y por un segundo se olvidan de su guasa, justo cuando más la necesitan.

El mismo agosto en Bristol, cubierto de nubes, suave brisa que procede del puerto. Tania ha llorado, aunque ahora trata de sonreír. Se esfuerza tanto, como el sol inglés en abrirse un hueco entre las nubes. Finalmente lo consiguen ambos. Una mañana, hace un año y medio, le llamó su jefe al despacho y le dijo que dejara el coche de la empresa en el parque empresarial de Sabadell. Se quedó extrañada. Lo segundo que le dijo fue que ya le llegaría el finiquito, por teléfono, y que no tendría que volver más. De sopetón, tras cinco años ilusionada, dejándose la piel en un “proyecto empresarial de equipo”. A partir de ese segundo, todo se deshizo como un azucarillo. En Bristol ha logrado olvidar, hasta que la visita de su ex-novio, le ha devuelto al pasado. No hay demasiado tiempo para emociones, Ryanair no espera.

                                                     

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