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viernes, 12 de abril de 2013

Vaticanleaks : "Archivos arcanos, historias ocultas"


Archivos arcanos, historias ocultas

( Continuación de la "Administración del secreto")
Por Luis Castro Berrojo 

La casualidad (o la Providencia) ha querido que el Vaticanleaks, aún en curso, coincida temporalmente con la exposición Lux in arcana[6] en Roma, coincidencia de la que queremos extraer algunas reflexiones, señalando en una y otra cosa un origen común: lo que podríamos llamar la “administración del secreto” por parte del Vaticano.

Puede ser considerado como una muestra de la largueza moral e intelectual del papa Benedicto XVI que se pueda ver en Roma esta pequeña pero brillante exposición de los tesoros depositados en los archivos vaticanos. Se trata de un conjunto de unos 100 documentos y objetos, parte infinitesimal de un depósito donde hay entre 30 y 40 millones. Y aunque hacerse una idea de ese inmenso conjunto al que pertenecen sería como querer contemplar el universo a través del hueco de una cerradura, la muestra no carece de interés.  Sí de precedentes: será la primera y quizá también la última vez en la historia –se nos dice– en que estos documentos traspasen los muros de la ciudad del Vaticano. (Curiosamente, G. Nuzzi también insiste en que los documentos filtrados en el Vaticanleaks traspasan por primera vez esos muros.)
Según Raffaele Farina, archivero del Vaticano, el objetivo de la exposición es “arrojar luz de alguna manera sobre la idea que el público en general tiene sobre los archivos secretos del Vaticano”, ya que, añade la publicidad del evento, estos “representan un patrimonio mundial centrado en la ciudad de Roma”, dan acceso “al descubrimiento de una historia a menudo no publicada” y crean expectativas “por la misteriosa fascinación que los archivos generan en la imaginación colectiva”. El lujo magnificente, otra de las manifestaciones del poder religioso y político, se manifiesta en las relaciones con artistas como Miguel Ángel, Cellini, Bernini o Mozart –documentadas en esta exposición–, así como en muchos objetos de los propios museos capitolinos, los más antiguos del mundo.
Pero, ¿qué idea quiere el Vaticano que nos hagamos de sus archivos y de su historia con esta exposición? Desde luego, lo primero que llama la atención y que contrasta con ese propósito de divulgación de una realidad es la propia historia y realidad de los archivos vaticanos, que, por su secretismo, están más en esa imaginación colectiva que en el conocimiento de los eruditos o, ni que decir tiene, de la opinión pública.
En efecto, los fondos del archivo vaticano han sido siempre muy “arcanos”. Siendo de origen medieval, permanecieron fuera de todo acceso exterior hasta 1881, momento en que León XIII permitió con muchos condicionantes la consulta de algunas de sus partes. Quedaban y quedan fuera de escrutinio para los investigadores la mayor parte de los documentos contemporáneos y hasta 2002 solo se podían ver piezas anteriores a 1922, primer año de la era fascista. Con posterioridad, Juan Pablo II amplió el rango cronológico de la consulta hasta 1939 con el fin de contrarrestar las críticas a las relaciones del Vaticano con el nazismo antes de la II Guerra Mundial; de este modo aún no le ha llegado su momento a la polémica gestión de Pío XII en la época crítica de 1939-45. A partir de 1939 solo se puede ver la documentación del concilio Vaticano II y poco más. (En la muestra que comentamos solo uno de los cien documentos se refiere al siglo XX: el informe del salesiano Luigi Pedussia sobre la masacre de las fosas Ardeatinas de marzo de 1944)[7].
Y no debe extrañar que los documentos de Pío IX (1846-78)  hayan estado cerrados y sellados hasta 1927 –incluso para la propia Curia y los archiveros vaticanos– por decisión de este pontífice, el más duradero de todos, cuyo reinado coincide con la fase clave de la unificación italiana y la consiguiente pérdida del poder terrenal del papado. No debe extrañar, pues Pío IX pensaba sin duda que los mensajes de la Divina Providencia no se manifiestan al mundo mediante documentos y menos en una época aquejada por multitud de errores con los que la Iglesia no debe transigir: el liberalismo, el socialismo, la masonería, el racionalismo, el progreso... (Por cierto, uno de los errores señalados en el Syllabus era “la abolición del civil imperio que la Sede Apostólica posee”, error que se estaba materializando a marchas forzadas como consecuencia de la unificación de Italia). En esa penosa y crítica situación no había necesidad de más escritos que los contenidos en la Biblia, tal y como los transmite e interpreta la Santa Madre Iglesia y en última instancia un papa que se define a sí mismo como “infalible” en cuestiones de moral, de fe y de costumbres (según el concilio Vaticano I).
Desde una perspectiva laica, sin embargo, estamos convencidos de que el conocimiento y divulgación de los archivos del Vaticano permitiría avanzar mucho a la investigación histórica, incluso de épocas recientes como la Guerra fría, donde el papel de papas como Pío XII o Juan Pablo II no fue nada desdeñable. Y se verá fehacientemente –no descubrimos nada nuevo– que, aún sin tener ya bases territoriales, el “poder temporal” de la iglesia católica siguió siendo considerable en los países de su influencia. Por poner solo un par de ejemplos: el ya mencionado respaldo político del papa a la cruzada del presidente Reagan (1980-88) contra la URSS o al sindicato Solidarnosk  y su líder Lech Walesa en Polonia, factores ambos decisivos en la quiebra del llamado bloque del Este y en el fin de la Guerra Fría.
Pero los documentos vaticanos podrían arrojar luz sobre muchos otros episodios de distintos lugares y épocas. No en balde hablamos de los registros documentales de una organización política –los Estados Pontificios– que por su peculiaridad (monopolio de la ortodoxia religiosa, independencia creciente del poder laico, sistema fiscal propio, universalidad de su implantación, centralismo) fue  pionera en la creación y consolidación de un aparato legal, administrativo y fiscal al menos desde la época de Gregorio VII (s. XI). Antes que los estados laicos, la iglesia de Occidente construyó un gobierno que extendía su influencia hasta la parroquia más apartada mediante la estructura jerárquica de párrocos, obispos, arzobispos, cardenales y legados pontificios, amén de la paralela implantación de las órdenes regulares y militares.
Un aspecto esencial de esta consolidación administrativa fue la provisión de registros y archivos oficiales que controlaran la gestión de los intereses materiales y espirituales de la jerarquía eclesiástica. La exposición Lux in arcana ofrece una amplia panoplia de objetos y documentos que ilustran ese aspecto: distintos tipos de documentos (bulas, cartas, códices, privilegios); sellos acreditativos; registros y catálogos; modelos caligráficos, tipos de tinta y de soporte de escritura (pergamino, papel, seda), etc. Y en este orden de cosas resulta significativo que la Iglesia sea pionera desde el siglo XIV en el uso de sistemas de encriptación y escritura cifrada, de modo que en tiempos de Alejandro VI había ya un “Secretario de la Cifra”, que se encargaba de codificar y decodificar la correspondencia papal, especialmente la dirigida a los nuncios de los principales países europeos.
El control del flujo de la información y de las ideas por parte de las autoridades, la política de ocultamiento de los hechos son característicos de la conducta de los Estados en su época predemocrática y aún después. Pero en el caso de la Santa Sede, por su doble condición de Reino temporal y de cabeza de la iglesia, ello obedece también a preocupaciones más profundas: en primer lugar, la vigilancia de la ortodoxia y de las llamadas “buenas costumbres”, obviando “las historias que pudieran desconcertar o siquiera suscitar preguntas o dudas en la relación de las personas, creyentes o no, con los representantes de la palabra de Dios”[8]. El afán de secretismo y de control de la información alcanza así aquellas manifestaciones culturales que, desde la filosofía, las ciencias, la literatura, los medios de comunicación o las artes plásticas, se consideren peligrosas para la conciencia de los fieles.
El monolitismo y la aversión a cualquier forma de heterodoxia o de cambio en los patrones ideológicos tradicionales es consustancial a una institución que se cree en posesión de “la Verdad” y que tiene como núcleo de sus creencias un catálogo de dogmas de unívoca interpretación. De ahí que, desde Copérnico y Galileo en adelante, veamos en el Índice de libros prohibidos la mayoría de las obras de innovación científica o filosófica. Así, en la edad de oro de la ciencia contemporánea (de 1870 a 1929), según Donald Sassoon se prohibieron más de 4.000 títulos y de 2.400 autores, “la totalidad de las obras de importancia de la cultura moderna”. Y hasta 1966 no se levantó la pena de excomunión por leer libros del Índice. (En el Antiguo Régimen, la difusión por la prensa de obras heréticas podía llevar a penas graves, incluída la de muerte en la hoguera.)
Pero el secretismo alcanza su máxima expresión en torno a los propios asuntos internos de la iglesia, sobre todo si tienen que ver, como hemos visto, con asuntos patrimoniales y crematísticos. “Non intret affectus, non egrediatur secretus” era el lema escrito en la antesala de los despachos institucionales. Y todavía en 1954 el Santo Oficio acompañaba la siguiente advertencia a una carta dirigida a monseñor Ángelo Ficarra, obispo de Patti (Sicilia): “la violación de este secreto, cualquiera que sea el modo, conlleva la excomunión de la que nadie, ni siquiera el Eminentísimo Penitenciario Mayor, puede absolver, sino solo el Sumo Pontífice” (cit. en L. Sciacia, De parte de los infieles). Más en general, las religiones, desde la egipcia, han mantenido una distancia insalvable entre el ámbito de lo sagrado, donde se supone que habita la divinidad, y el mundo común de los mortales. El santuario o parte principal del templo era el reino de lo esotérico, del misterioso “más allá” que solo se revelaba ritualmente al pueblo en contadas ocasiones (fiesta de comienzo de año, procesiones del faraón, él mismo divinidad). La masa de fieles rara vez o nunca traspasaba los muros del templo, de modo que en algunos de ellos hay abundantes orejas entre los bajorrelieves: era el lugar donde el pueblo debía depositar sus plegarias.

Volviendo a la exposición del Vaticano, una de las consecuencias de tanto secretismo es que buena parte de los documentos papales no están catalogados, y así permanecen en la oscuridad evidencias que podrían aportar información de interés para la historia de todo el mundo occidental, especialmente en el Antiguo Régimen. Por eso de vez en cuando se producen hallazgos espectaculares, aunque se refieren a sucesos ocurridos siglos atrás. Es el caso del sumario que llevó a Giordano Bruno a la hoguera en 1600 por hereje “confirmado, tenaz y rebelde” (es otro de los documentos mostrados en la exposición Lux in arcana); un expediente que se creía perdido y que apareció en unos llamados “armarios misceláneos” en 1886. No debía estar la opinión pública aún preparada para su difusión, pues la autoridad eclesiástica decidió que permaneciera en la oscuridad todavía hasta 1942. Algo parecido ocurre con las 2.600 causas del Santo Oficio romano (del que fue digno presidente el cardenal Ratzinger desde 1981 hasta su elección como papa en 2005[9]).
Es el de Bruno uno de los documentos más llamativos de la exposición que comentamos, si bien su presentación desliza un pequeño error: le presenta como el reo que más tiempo estuvo en las mazmorras de la Inquisición, cuando ese privilegio pertenece a su contemporáneo, paisano y colega (en herejía y en hábitos dominicos) Tomás Campanella, quien suma casi 30 años en los varios periodos que pasó en distintas cárceles, bien es cierto que en el último periodo –de 26 años– estuvo también como preso político, acusado de preparar una insurrección popular contra el dominio español en Nápoles.

Quizá hubiera sido de interés saber algo más de este clérigo vagante e iluminado, lo que nos lleva a preguntar por los criterios de selección de los elementos presentados en esta exposición. ¿Por qué Bruno y no Campanella o cualquier otro?, ¿cómo salen a relucir tres personas que perdieron la vida en el contexto del repudio de Catalina de Aragón por parte de Enrique VIII Tudor y de su casamiento con Ana Bolena sin hacer referencia a (Santo) Tomás Moro, siendo este además tan querido para el Opus Dei?; ¿a qué viene esa anecdótica carta escrita en corteza de abedul por los indios ojibwa (o chippewa) al “Gran Jefe de las plegarias” y no algún indicio de los taínos, los caribes o su defensor el padre Las Casas? (Seguramente a estos indígenas precolombinos no les dio tiempo a aprender a escribir antes de que fueran exterminados por los muy católicos españoles). Puestos a hablar de movimientos heréticos, ¿por qué otra vez los consabidos templarios y no los cátaros, los flagelantes o los hussitas?;  ¿no hay nada más relevante que la carta de la emperatriz Helena de China, última de la dinastía Ming, para aludir al activismo proselitista de los jesuitas en los países orientales?; junto al dramatismo de la última carta de María Antonieta, previa a su decapitación, ¿no hubiera sido de interés alguna referencia a la situación del clero francés antes, durante y después de la Revolución, con algún caso ilustre como el del camaleónico obispo Talleyrand?
Y si hablamos del escándalo de las indulgencias como causa de la Reforma luterana (un caso señero, pero no único, en que el vil metal crea problemas al sucesor de San Pedro), ¿por qué no también de la escandalosa conducta de los “papas malos” renacentistas, a los que Dante sin duda hubiera enviado al infierno si los hubiera conocido, siendo como eran ejemplo máximo de soberbia prepotente, simonía, nepotismo y casi todos los pecados capitales? Ahí resulta un poco ridículo que solo aparezca el papa Borgia encargando a los “Reyes Católicos” la conversión de los indios occidentales “a la verdadera fe de Cristo” mediante su Bula de demarcación (más lógico hubiera sido que él mismo se hubiera convertido antes, si no al cristianismo, al menos a un mínimo código ético).
Y ¿por qué recoger el mensaje de Bernardette Souvirous, que al fin y al cabo se limita a confirmar el dogma de la Inmaculada Concepción en tiempos de Pío IX, y no el de Lucía dos Santos y sus primos de Fátima, que es una especie de catálogo anunciador de las catástrofes del siglo XX, incluida la caída del comunismo en Rusia cuando este aún no había llegado al poder? (Esa revelación mariana está datada el 13 de julio de 1917). A pesar de los orígenes judaicos y protestantes del capitalismo, se ve que la Virgen es más partidaria de este sistema, por muchos males e injusticias que traiga, y disculpa comprensiva los pecadillos de aquellos que destinaron su vida a acabar con el comunismo, como Franco o Hitler, según se deduce de los dichos y hechos (u omisiones) de los papas.
 Pero, como los mensajes de Fátima, los documentos de los archivos vaticanos y del Vaticanleaks se irán desvelando poco a poco a la humanidad. Los tiempos de la Iglesia, representante de Dios en el mundo, no son los de los comunes mortales, sino la eternidad. Los papas, con paternal solicitud, dosificarán sus informaciones para que sean asimilables por las débiles mentes de los hombres y sus adláteres irán lanzando bocados apetecibles a los periodistas ávidos de escándalos. No hay que preocuparse: casi con seguridad, uno de los últimos mensajes desvelados dirá algo así como: “el fin del mundo comenzará mañana a las 13 horas con un concierto de trompetas celestes en la plaza de San Pedro”. No sería de extrañar: ¿no anuncia Malaquías que el próximo Pedro que ocupe la zozobrante barca de la Iglesia será ya el último? En ese caso, ¿qué utilidad tendría conocer de antemano una fatalidad semejante? No vale la pena preocuparse por lo que no tiene remedio, decía Cicerón: para entonces aún quedarán muchos documentos sin salir a la luz en los archivos arcanos, pero quizá haya sido mejor así.
[6] La exposición “Lux in arcana. El archivo secreto vaticano se muestra” está en los museos del Capitolio desde el 1 de marzo hasta septiembre de 2012. Conmemora el IV centenario de la fundación de los archivos vaticanos por Pablo V en 1612. Ver presentación, datos y contextos históricos en www.luxinarcana.org.
[7] El ejército nazi ordenó la matanza de 335 personas en las afueras de Roma como represalia por la muerte de 33 soldados en un atentado atribuido a la resistencia.
[8] Nuzzi, G. Op. cit., pag. 8, que habla de la “volontá omissiva sui fatti”..
[9] Por entonces, la entidad llevaba el aséptico nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe.



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