Las caderas de Elvis Presley, los mohines de James Dean, la
poesía de Allen Ginsberg marcaron los años sesenta, rompieron esquemas,
calentaron la guerra fría, desafiaron el establishement.
Los pelos largos de
los Beatles escandalizaron a una Inglaterra empobrecida y provinciana, llena de
corsés y servilismo a los poderes fácticos. Pero poco después una nueva
generación logró ir más allá desafiando no solo los valores caducos,
militaristas, eclesiásticos y moralmente provincianos de algunos de sus
mayores, incluyendo algunos de sus políticos sino que con su estética
desafiaron los binarismos de género, los patrones de los masculino y lo
femenino, las, en ocasiones, sutiles barreras entre los binarismos que se nos
inculcan día a día.
Aunque algunos quisieron ver una ambigüedad poco
comprometida, y hubo y habrá muchos casos así, la generación glam (como
reflejan joyas del cine como “Velvet Goldmine”) al margen de las luchas de egos
(que nunca han sido ajenas a los ídolos del rock en todas sus épocas y tendencias) también iniciaron una larga e
inacabada lucha contra los patrones del sexo/género.
El que esto se vea como
una frivolidad es que esta presunta frivolidad está, en todo caso, en los ojos del que mira. Porque además de la
excelencia melódica, la mezcla de furia y suavidad, de sus canciones (como las de los Smith contra Tatcher y el austericidio) gente
como David Bowie (también actor) sembraron el campo por el que transitaron
músicos que no cabían en ningún armario como su colega Freddie Mercury o The
Communards, reivindicando lo que no se enseñaba en ninguna escuela ni
universidad de la época, que la libertad sexual es fundamental para que el arte,
la música no sea algo incompleto, gris, amorfo.
Bowie era un artista de primer
orden, sus canciones hablan por nosotras, su voz no conocía fronteras, pero junto a él nombres como Lou Reed, Patti
Smith, Nico, Joplin o Jobriath abrieron un campo todavía vedado en que los
géneros y los sexos permanecían en compartimentos estancos con todas las
nefastas consecuencias que esto tenía en la esfera pública y privada, en las
casas, en las escuelas y en las calles.
Por estos lares, todavía grises,
uniformados y represivos gente como el escritor Eduardo Haro Ibars los reunió
en su librillo “Gay Rock”, donde se atrevió a contar, en la almidonada España
de la transición los cambios éticos y
estéticos que se estaban produciendo en los jóvenes de otros países, que no
solo desafiaban a los tanques con flores sino también a los policías con plataformas
y a las instituciones religiosas ( y su influencia en la familia nuclear y
heteropatriarcal ) con toneladas de
plumas y el lirismo aterciopelado e inagotable de unas canciones que sin dejar de ser rock
apelaban a un público nuevo, sin prejuicios, sin miedo a ser señalado por los
viejos perros guardianes de la moral dominante, de la brutalidad imperante, siempre amiga de la clase dominante en Europa
y EEUU.
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