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martes, 12 de enero de 2016

Bowie, el Glam y la rebeldía

Por Eduardo Nabal 
Las caderas de Elvis Presley, los mohines de James Dean, la poesía de Allen Ginsberg marcaron los años sesenta, rompieron esquemas, calentaron la guerra fría, desafiaron el establishement. 
Los pelos largos de los Beatles escandalizaron a una Inglaterra empobrecida y provinciana, llena de corsés y servilismo a los poderes fácticos. Pero poco después una nueva generación logró ir más allá desafiando no solo los valores caducos, militaristas, eclesiásticos y moralmente provincianos de algunos de sus mayores, incluyendo algunos de sus políticos sino que con su estética desafiaron los binarismos de género, los patrones de los masculino y lo femenino, las, en ocasiones, sutiles barreras entre los binarismos que se nos inculcan día a día. 
Aunque algunos quisieron ver una ambigüedad poco comprometida, y hubo y habrá muchos casos así, la generación glam (como reflejan joyas del cine como “Velvet Goldmine”) al margen de las luchas de egos (que nunca han sido ajenas a los ídolos del rock en todas sus épocas  y tendencias) también iniciaron una larga e inacabada lucha contra los patrones del sexo/género. 
El que esto se vea como una frivolidad es que esta presunta frivolidad está, en todo caso,  en los ojos del que mira. Porque además de la excelencia melódica, la mezcla de furia y suavidad,  de sus canciones (como las de los  Smith contra Tatcher y el austericidio) gente como David Bowie (también actor) sembraron el campo por el que transitaron músicos que no cabían en ningún armario como su colega Freddie Mercury o The Communards, reivindicando lo que no se enseñaba en ninguna escuela ni universidad de la época, que la libertad sexual es fundamental para que el arte, la música no sea algo incompleto, gris, amorfo. 
Bowie era un artista de primer orden, sus canciones hablan por nosotras, su voz no conocía fronteras,   pero junto a él nombres como Lou Reed, Patti Smith, Nico, Joplin o Jobriath abrieron un campo todavía vedado en que los géneros y los sexos permanecían en compartimentos estancos con todas las nefastas consecuencias que esto tenía en la esfera pública y privada, en las casas, en las escuelas y en las calles. 
Por estos lares, todavía grises, uniformados y represivos gente como el escritor Eduardo Haro Ibars los reunió en su librillo “Gay Rock”, donde se atrevió a contar, en la almidonada España de la transición los cambios éticos  y estéticos que se estaban produciendo en los jóvenes de otros países, que no solo desafiaban a los tanques con flores sino también a los policías con plataformas y a las instituciones religiosas ( y su influencia en la familia nuclear y heteropatriarcal )  con toneladas de plumas y el lirismo aterciopelado e inagotable  de unas canciones que sin dejar de ser rock apelaban a un público nuevo, sin prejuicios, sin miedo a ser señalado por los viejos perros guardianes de la moral dominante, de la brutalidad imperante,  siempre amiga de la clase dominante en Europa y EEUU.


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