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Puede ser visto como una muestra de la largueza moral e intelectual del papa Benedicto XVI que hoy, anno Domini 2012, podamos ver en Roma una pequeña pero brillante exposición de los tesoros depositados en los archivos vaticanos . Se trata de un conjunto de unos 100 documentos y objetos, parte infinitesimal de un depósito donde hay entre 30 y 40 millones de ítems (es uno de los datos que aporta la muestra); y aunque hacerse una idea del conjunto al que pertenecen partiendo de eso sería como querer contemplar el universo a través del hueco de una cerradura, la muestra no carece de interés, aunque sí de precedentes: será la primera y quizá también la última vez en la historia –se nos dice– en que estos documentos traspasen los muros de la ciudad del Vaticano. Para noticia de todos, incluso de quienes no puedan desplazarse a la Ciudad Santa a ver los originales, una página web aporta algunos datos y contextos históricos (www.luxinarcana.org). Con esa información nos atrevemos a hacer algunas reflexiones y comentarios sobre la más bien penosa situación de este archivo y de algún otro español.
Según Raffaele Farina, archivero del Vaticano, el objetivo de la exposición es “arrojar luz de alguna manera sobre la idea que el público en general tiene sobre los archivos secretos del Vaticano”, ya que, añade la publicidad del evento, estos “representan un patrimonio mundial centrado en la ciudad de Roma”, dan acceso “al descubrimiento de la historia a menudo no publicada” y crean expectativas “por la misteriosa fascinación que los archivos generan en la imaginación colectiva”.
Pero, ¿qué idea quiere el Vaticano que nos hagamos de sus archivos y de su historia con esta exposición? Desde luego, lo primero que llama la atención y que contrasta con ese propósito de divulgación de una realidad oculta –que nos recuerda un poco el morbo de algunos best sellers de novela histórica– es la propia historia y realidad de los archivos vaticanos. Como es sabido, estos permanecieron fuera de todo acceso exterior hasta 1881, momento en que León XIII permitió con muchos condicionantes la consulta de algunas fuentes. Quedaban y quedan fuera de ella los documentos contemporáneos, de modo que hasta 2002 solo se podían ver piezas anteriores a 1922, primer año de la era fascista. Con posterioridad, Juan Pablo II amplió el rango cronológico hasta 1939 con el fin de contrarrestar las críticas a las relaciones del Vaticano con el nazismo en su fase previa a la II Guerra Mundial, quedando fuera de estudio la polémica gestión de Pío XII en la época crítica de 1939-45. A partir de 1939 solo se puede ver la documentación del concilio Vaticano II y poco más. (De hecho, en la muestra que comentamos solo uno de los cien documentos se refiere al siglo XX: la masacre de las fosas Ardeatinas de 1944).
Y no debe extrañar que los documentos de Pío IX (1846-78) hayan estado cerrados y sellados –incluso para la propia Curia y los archiveros vaticanos– hasta 1927 por decisión de este pontífice, el más duradero de todos, cuyo reinado coincide con la decisiva fase de la unificación italiana y la consiguiente pérdida del poder terrenal del Vaticano. No debe extrañar, pues Pío IX debía de pensar que los mensajes de la Divina Providencia no se manifiestan a los creyentes mediante documentos y menos en un mundo y una época aquejados por multitud de errores con los que la Iglesia no debe transigir: el liberalismo, el socialismo, la masonería, el racionalismo, el progreso... (Por cierto, uno de los errores señalados en el Syllabus era “la abolición del civil imperio que la Sede Apostólica posee”). En esa penosa situación no hay necesidad de más escritos que los contenidos en la Biblia, tal y como los transmite e interpreta la Santa Madre Iglesia y en última instancia un papa que se define a sí mismo como “infalible” en cuestiones de moral, de fe y de costumbres.
Desde una perspectiva laica, sin embargo, estamos convencidos de que cuando los fondos del Vaticano sean conocidos y divulgados a fondo podremos avanzar mucho en el conocimiento histórico, incluso de épocas recientes como la Guerra fría, donde el papel de papas como Pío XII o Juan Pablo II no fue nada desdeñable. No en balde se trata de los registros documentales de una organización política –los Estados Pontificios– que por su peculiaridad (monopolio de la ortodoxia religiosa y del conocimiento, independencia creciente del poder laico, sistema fiscal propio, universalidad de su implantación, centralismo) fue pionera en la creación y consolidación de un aparato legal y administrativo.
Un aspecto de ello fue la provisión de registros y archivos oficiales que controlaran la gestión de los intereses materiales y espirituales de la jerarquía eclesiástica y del gobierno papal. La exposición Lux in arcana ofrece una amplia panoplia de objetos y documentos que ilustran ese aspecto: distintos tipos de documentos (bulas, cartas, códices, privilegios); sellos acreditativos; registros y catálogos; modelos caligráficos, tipos de tinta y de soporte de escritura (pergamino, papel, seda), etc. Resulta significativo que la Iglesia sea pionera desde el siglo XIV en el uso de sistemas de encriptación y escritura cifrada, de modo que en tiempos de Alejandro VI había ya un “Secretario de la Cifra”, que se encargaba de codificar y decodificar la correspondencia papal, especialmente la dirigida a los nuncios de los principales países europeos. El lujo magnificente, otra de las manifestaciones del poder político de todos los tiempos, se halla manifiesto en las relaciones documentadas con artistas como Miguel Ángel, Cellini, Bernini o Mozart, así como en muchos objetos de los propios museos capitolinos, donde se aloja esta exposición. Considerados los museos más antiguos del mundo, su origen se relaciona con varias donaciones de objetos artísticos de los papas bajomedievales a la ciudad.
En todas estas prácticas administrativas, que no son sino el corolario de un Estado cada vez más poderoso y centralizado, la curia romana marca la pauta de lo que más tarde serán normas comunes entre los estados modernos. Y un rasgo central de todo ello será el carácter “secreto” de la mayor parte de la documentación oficial. “Non intret affectus, non egrediatur secretus” era el lema escrito en la antesala de los despachos institucionales. Ese sin duda es el origen del prurito ocultista y suspicaz que preside la actitud de muchos archiveros desde entonces, sin que los principios y prácticas de una sociedad y una cultura democráticas hayan logrado eliminarlo del todo en la época contemporánea, incluso en la actualidad.
Desde luego, ese es el caso de España, por poner uno. Cuando leí que los millones de documentos de los archivos del Vaticano ocupan 85 kilómetros de estanterías pero están sin catalogar en buena medida y solo una mínima parte está accesible a los investigadores, enseguida pensé por asociación de ideas en la situación en que se encuentran en España muchos fondos contemporáneos, especialmente los relativos a la Guerra Civil y al franquismo. Una buena idea del estado de éstos la proporciona el Informe que elaboró el Ministerio de la Presidencia hace algunos años en el proceso de elaboración de la llamada Ley de la Memoria Histórica.
Cuando leí que los millones de documentos de los archivos del Vaticano ocupan 85 kilómetros de estanterías pero están sin catalogar en buena medida y solo una mínima parte está accesible a los investigadores, enseguida pensé por asociación de ideas en la situación en que se encuentran en España muchos fondos contemporáneos, especialmente los relativos a la Guerra Civil y al franquismo. Una buena idea del estado de éstos la proporciona el Informe que elaboró el Ministerio de la Presidencia hace algunos años en el proceso de elaboración de la llamada Ley de la Memoria Histórica.
Este informe, por ejemplo, al describir los fondos dependientes del Ministerio del Interior señala que “no existe un inventario general”, por lo que sus responsables dan cuenta de lo que hay en sus archivos echando mano de parámetros tan poco significativos como el número de cajas con documentos y la extensión en metros lineales que ocupan. Así, en la Dirección General de Instituciones Penitenciarias se informa de que hay siete “servicios centrales” (no se especifica cuáles) “con un total aproximado de 12.38 metros lineales” de documentos (sic; deben de ser 12.000 metros al menos) y en el Archivo General hay 1.078 cajas ocupando 154 metros. Tan pedestre nivel de información se trata de justificar alegando que parte de la documentación de este ministerio está fuera del acceso público a causa de las limitaciones impuestas por las normas sobre secretos oficiales o la intimidad de las personas, pero del resto poco más se especifica. No se concreta cuántos centros penitenciarios conservan documentación –solo se menciona uno– ni en qué estado se hallan los que pueda haber.
La comisión que elaboró este Informe, integrada por altos funcionarios de los ministerios de Presidencia, Interior y Justicia, por otro lado, seguramente ni se planteó que durante la Guerra Civil los detenidos en la “zona nacional” muchas veces fueron encarcelados en dependencias municipales, depósitos de los partidos judiciales y otros lugares semejantes, de lo cual suponemos que debió de haber constancia al menos en algún registro de entrada. El problema es que la inmensa mayoría de los ayuntamientos españoles han hecho caso omiso a los requerimientos de la comisión y no han aportado datos sobre la documentación que puedan tener relativa a la represión y el control de la población civil por parte de la dictadura franquista. Se presta a muy tristes reflexiones comparar este hecho, impropio de una democracia que se dice “avanzada”, con la presteza con que los ayuntamientos franquistas respondían al gobierno cuando este les pedía documentación detallada sobre cosas semejantes (por ejemplo, la Causa General o el traslado de restos a la basílica del Valle de los Caídos).
Más de cien kilómetros lineales ocupa –sigue el Informe– la documentación existente en las “unidades periféricas” (?) de la Dirección General de la Policía y de la Guardia Civil, cosa que nos podría ayudar a visualizar la envergadura represiva del franquismo, si antes se nos aclarase si la mayor parte de ese oceánico papeleo no se refiere a licencias de caza o multas de tráfico. De pasada se dice que solo 500 de los 67.177 metros que ocupan los fondos de la DGP (menos del 1 %) han sido transferido de esas unidades periféricas al archivo general, de modo que no parece que se haya cumplido la orden del ministro Martín Villa a finales de los años setenta por la cual toda la documentación policial ya sin valor debía pasar al ministerio de Cultura.
Y así sucesivamente. La situación de este tipo de archivos –concluía el Informe– es “muy distante de lo que sería deseable”. “Un desatre” era la calificación que le daba Amnistía Internacional, quien señalaba que la ordenación, catalogación y disponibilidad de estos fondos para investigadores y particulares interesados era un requisito imprescindible para el conocimiento de la verdad histórica y la justa atención a las demandas de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo.
En este orden de cosas, y volviendo a la exposición del Vaticano, se ve que una de las consecuencias de tanto secretismo es que buena parte de los documentos papales tampoco están catalogados, de modo que permanecen en la oscuridad evidencias que podrían aportar información de interés para la historia de todo el mundo occidental, especialmente en el Antiguo Régimen. Así, de vez en cuando se producen hallazgos espectaculares, aunque se refieren a sucesos ocurridos siglos atrás. Es el caso del sumario que llevó a Giordano Bruno a la hoguera en 1600 por hereje “confirmado, tenaz y rebelde”; un expediente que se creía perdido y que apareció en unos llamados “armarios misceláneos” en 1886. No debía estar la opinión pública aún preparada para su difusión, pues se decidió que permaneciera en la oscuridad todavía hasta 1942. Algo parecido ocurre con las 2.600 causas del Santo Oficio romano (del que fue digno presidente el cardenal Ratzinger desde 1981 hasta su elección como papa en 2005). Es el de Bruno uno de los documentos más llamativos de la exposición que comentamos, si bien su presentación desliza un pequeño error: le presenta como el reo que más tiempo estuvo en las mazmorras de la Inquisición, cuando ese privilegio pertenece a su contemporáneo, paisano y colega (en herejía y en hábitos dominicos) Tomás Campanella, quien suma casi 30 años en los varios periodos que pasó en distintas cárceles, bien es cierto que en el último periodo –de 26 años– estuvo también como preso político, acusado de preparar una insurrección popular contra el dominio español en Nápoles.
Quizá hubiera sido de interés saber algo más de este clérigo vagante e iluminado, lo que nos lleva a plantear los criterios de selección de los elementos presentados en esta exposición. ¿Por qué Bruno y no Campanella o cualquier otro?, ¿cómo salen a relucir tres personas que perdieron la vida en el contexto del repudio de Catalina de Aragón por parte de Enrique VIII Tudor y de su casamiento con Ana Bolena sin hacer referencia a Tomás Moro, siendo este además tan querido para el Opus Dei?; ¿a qué viene ese anecdótica carta escrita en corteza de abedul por los indios ojibwa (o chippewa) y no algún indicio de los taínos, los caribes o su defensor el padre Las Casas? (Seguramente a estos indígenas precolombinos no les dio tiempo a aprender a escribir antes de que fueran exterminados por los muy católicos españoles). Puestos a hablar de movimientos heréticos, ¿por qué otra vez los consabidos templarios y no los cátaros, los flagelantes o los hussitas?; ¿no hay nada más relevante que la carta de la emperatriz Helena de China, última de la dinastía Ming, para aludir al papel de los jesuitas en los países orientales?; junto al dramatismo de la última carta de María Antonieta, previa a su decapitación, ¿no hubiera sido de interés alguna referencia a la situación del clero francés antes, durante y después de la Revolución, con algún caso ilustre como el del camaleónico Talleyrand?
Y si hablamos del escándalo de las indulgencias como causa de la Reforma luterana, ¿por qué no también de la escandalosa conducta de los “papas malos” renacentistas, a los que Dante sin duda hubiera enviado a su infierno si los hubiera conocido, siendo como eran ejemplo máximo de soberbia prepotente, simonía, nepotismo y casi todos los pecados capitales? Ahí resulta un poco ridículo que solo aparezca el papa Borgia encargando a los “Reyes Católicos” la conversión de los indios occidentales “a la verdadera fe de Cristo” mediante su Bula de demarcación (más lógico hubiera sido que él mismo se hubiera convertido antes, si no al cristianismo, a un mínimo código ético).
Y ¿por qué recoger el mensaje de Bernardette Souvirous, que al fin y al cabo se limita a confirmar el dogma de la Inmaculada Concepción en tiempos de Pío IX y no el de Lucía dos Santos y sus primos de Fátima, que es una especie de catálogo anunciador de las catástrofes del siglo XX, incluida la caída del comunismo en Rusia cuando este aún no había llegado al poder? (La revelación mariana está datada el 13 de julio de 1917). A pesar de los orígenes judaicos y protestantes del capitalismo, se ve que la Virgen es más partidaria de este sistema, por muchos males e injusticias que traiga, y disculpa comprensiva los pecadillos de aquellos que destinaron su vida a acabar con el comunismo, como Franco o Hitler, según se deduce de los dichos y hechos (u omisiones) de los papas.
Como los mensajes de Fátima, los documentos de los archivos vaticanos se irán desvelando poco a poco a la humanidad. Los papas, con paternal solicitud, dosificarán sus informaciones para que sean asimilables por las débiles mentes de los hombres. Como nos dicen a veces algunos archiveros: “paciencia; seguimos catalogando esos fondos...” No hay que preocuparse: casi con seguridad, uno de los últimos mensajes desvelados dirá algo así como: “el fin del mundo comenzará mañana a las 13 horas con un toque de trompetas celestes en la plaza de San Pedro”. ¿Y qué utilidad tendría conocer de antemano una fatalidad semejante? Con un poco de suerte, algún año antes también habrán visto la luz todos los documentos españoles a que hemos hecho referencia.
Luis Castro Berrojo
Profesor de historia y ex-concejal del ayuntamiento de Burgos por Izquierda Unida.
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