De ahí que en todas las reformas se plantee la necesidad de completar las pensiones públicas con pensiones privadas, esto supone un nuevo engaño a la ciudadanía para favorecer a entidades bancarias y aseguradoras. Supeditar la solución de la contingencia de vejez a la cantidad de ahorro que cada individuo haya podido acumular a lo largo de su vida activa es condenar a la pobreza, en su ancianidad, a la gran mayoría de la población.
Es bien sabido que el 60% de los ciudadanos carecen de capacidad de ahorro (no llegan a final de mes) y otro 30%, si ahorra, lo hace en una cuantía a todas luces insuficiente para garantizar el mínimo vital en la jubilación.
Para quienes creemos y luchamos por una democracia real, también económica, y por la justicia social,el referente normativo es la Declaración Universal de Derechos Humanos, más concretamente, su artículo 25 que hace una mención expresa a la tercera edad, en relación al derecho a un nivel de vida adecuado y al bienestar, derecho que todo ser humano debe disfrutar. Es más, el artículo 22 establece que “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social”. Los supuestos mensajes de moderno pragmatismo, sostenibilidad del sistema, cataclismo, sino se complementa con aportaciones privadas, no dejan de traslucir el miedo de las entidades financieras
a perder un bocado tan apetitoso.
Si algo está en cuestión no es precisamente la sostenibilidad del sistema público de pensiones, sino la viabilidad de los fondos y planes de pensiones para garantizar una vida digna a nuestros mayores. El sistema público une, el privado disgrega, rompe e individualiza un derecho que formar parte del bien común.En muchas ocasiones se ha querido enmarcar el tema de las pensiones como una cuestión de insuficiencia de medios, cuando en realidad el quid de la cuestión es la distribución de la renta. Se pretende que creamos que la sostenibilidad del sistema público de pensiones depende de “cuántos son los que producen”, cuando la variable importante es “cuánto se produce y en qué condiciones se produce”.
Desde hace años se vienen emitiendo informes realizados por parte de entidades
financieras, organismos internacionales, supuestos sabios y técnicos, ligados a los fondos de pensiones, que vaticinan y vaticinaron la quiebra de la seguridad social en distintos momentos de la historia pasada, del presente y del futuro (final de siglo, mitad de este, final de la década) cualquier fecha es propicia para crear alarma y alimentar miedos que inviten a la necesidad de buscar cobijo en el agujereado paraguas de la causa privada. A modo de ejemplo: en el año 1993 la fundación BBV, emitió un informe en el que decía que para el año 2000 el desajuste entre ingresos y gastos de la Seguridad Social habría supuesto el equivalente al 2% del PIB. Llego el 2000 y no se produjo nada de lo que pronosticaron. De hecho, se registró un superávit del 0,4%. La productividad es uno de los factores que participan en la sostenibilidad del sistema público de pensiones y esta no ha dejado de crecer. Cien personas trabajando en las condiciones actuales pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez veces superior, de tal modo que los que cuestionan la viabilidad de las pensiones públicas cometen un gran error al basar sus argumentos únicamente en relacionar el número de personas trabajadoras con el de pensionistas pues, aun cuando esta proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada una de ellas será mucho más. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace cincuenta años el 30% de la población activa española trabajaba en la agricultura; hoy únicamente lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el 30% anterior. El Pacto de Toledo realizó una segregación entre Estado y Seguridad Social, estableciendo la separación de las fuentes de financiación.
Mientras determinadas prestaciones, como las no contributivas, pasan a ser responsabilidad del Estado y a financiarse con impuestos, otras, las contributivas, quedan confinadas en el ámbito de la Seguridad Social y financiadas con cotizaciones sociales, con lo que su financiación se hace en extremo vulnerable.
La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica y, mucho menos, política; es más, el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la Seguridad Social hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las Comunidades es una prueba evidente de que nos encontramos ante una separación convencional. Afirmar que son los salarios de quienes trabajan los únicos responsables de mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”.
El Estado ha de concurrir con los recursos necesarios para asegurar el pago de las p e n s i o n e s , sea con las cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el desfase ha de ser cubierto con otras aportaciones del Estado. Existen sospechas bien fundadas de que las múltiples campañas realizadas para sembrar dudas acerca de la viabilidad de las pensiones públicas tienen también como finalidad potenciar los fondos privados de pensiones.
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