No pudiste más ¿verdad? Ansiedad,
angustia, impotencia, sensación de abandono, soledad, autonegación,... Todo se
convirtió en rabia por no ser lo que los demás querían que fueses, y tras los
insultos, vejaciones, humillaciones y agresiones que soportaste, llegaron las
fatales preguntas: ¿Vivo lo que realmente quiero vivir? ¿Debo resignarme a
continuar sometido, vaya donde vaya, a la violencia cotidiana? Al final el
miedo venció a las ganas de seguir luchando, y ante ti se abrieron las puertas
de la muerte como única salida a lo insoportable.
No has sido el único adolescente en tomar esta trágica medida, en poner fin a una
vida a la que ya no veías sentido. Solo tengo que echar un vistazo a las cifras
del Instituto Nacional de Estadística para comprobar el número: 125 jóvenes
entre 10 y 24 años se suicidaron sólo en 2010, y muchos de ellos se sintieron
frustrados, como tú, Alan, ante la incomprensión de aquellos que sólo vieron en
ti a una víctima, a un monstruo desnaturalizado, impulsados por el odio propio
de la ignorancia de una sociedad repleta de represiones y marcada por las
consignas de la herencia religiosa y de un mercado que sólo emite mensajes en
género binario.
Ser transexual ha sido tu estigma. No quisiste ocultarte y has
pagado el precio de tu valor al exponerte tal cual eras, pero tu sacrificio
demuestra el fracaso de tus agresores, el del sistema mismo en el que vivimos.
Todos los que nos comenzamos a sentir diferentes durante los inicios de nuestra
socialización en la escuela, aprendimos que para sobrevivir había que callar,
mentir, reprimir nuestros impulsos y simular ser como los otros, sobre todo
cuando tu autoestima frente al conflicto de identidad te arrastraba a la
debilidad, al mundo "femenino", en una etapa de configuración de
roles fuertemente unidos a la sexualidad.
La mente infantil y adolescente es
una esponja que absorbe las actitudes y las conductas de los mayores. Cuando
todo es blanco o negro, bueno o malo, masculino o femenino, ... cuando los
signos de pertenencia a un grupo definido vienen determinados por categorías
impuestas por un sistema de valores muy riguroso (familia patriarcal,
heterosexualidad normativa, superioridad masculina y machismo generalizado) y
sobre todo cuando la educación obligatoria no ofrece apenas garantías para
intentar revertir esos "valores", la presencia de elementos que
distorsionan ese sistema siempre es vista como un peligro, y se atacan sin
piedad. Parece que la legislación no basta. Pero si hasta un juez te había permitido
cambiar tu nombre en el DNI. No fue suficiente. Ni el amor de tu familia lo
fue. La sociedad no cambia sólo a golpe de decisiones judiciales o
administrativas. Ayuda, si, pero la realidad es mucho más cruel. Desde la
política las grandes palabras no se han traducido en hechos, y nuestra
educación sigue siendo pobre en generar conductas de respeto y conseguir una
transición positiva entre la adolescencia y la madurez adulta.
Desgraciadamente, el bullying sigue siendo el
mal general de nuestras escuelas, y sus víctimas se pueden sumar a las de la
violencia machista, pues las actitudes que lo provocan bien pudieran estar en
el origen de ésta.
El acoso sistemático a lo largo del tiempo no sólo tiene
verdugos y víctimas, también tiene testigos y colaboradores. Y ahora que el
ciberespacio ha entrado en la intimidad de todos, y que las redes sociales han
ocupado y multiplicado la capacidad de relacionarse, también ha aumentado la
presión sobre la autoestima respecto al efecto de impunidad que da el uso de la
tecnología como intermediaria en la comunicación.
Facilita de hecho que alguien
crea que puede someter a otro sólo por el hecho de haber encontrado en él una
debilidad de la que se puede aprovechar. Imagino que éste también pudo haber
sido el caso de Alan.
El agresor siempre piensa que es impune y que nada va a
pasar. No es consciente de las consecuencias de sus actos, ya que ha entrado en
una vorágine psicopatológica que el entorno escolar no ha sido capaz ni de
prever ni de corregir. El resultado es que la víctima acaba adaptándose al
maltrato hasta el límite del suicidio, como en este caso. Pero además, el
suicidio por bullying tiene, en mi opinión, en esta época, un añadido muy
siniestro en el sentido institucional: estas muertes cuestionan notablemente el
sistema.
Ahora, como nunca antes, la familia tradicional ha estallado, presa de
una gran conmoción social, donde aparecen tergiversados los derechos humanos,
donde parece que los transgresores tienen más derechos que las víctimas (es la
víctima del acoso la que se cambia de centro escolar como si fuera un
apestado), ya que, aparentemente, no hay sanción; donde todo se explica como un derecho individual (lo
colectivo, lo colaborador, queda relegado frente a lo competitivo e
individualista), donde todos quedamos perplejos ante la violencia. Esto horada
los procesos de identidad. Quizás ésta sea la peor herencia de este proceso
político que termina.
Muchos jóvenes que se han confiado y han expuesto su
identidad se sienten absolutamente abandonados y a la deriva. No comprenden por
qué se les ha mentido cuando se les prometieron garantías de libertad y
seguridad y se encuentran en medio del horror de la incomprensión y la tortura
social, especialmente en una etapa tan difícil de adaptación y crecimiento
físico y psíquico.
Los jóvenes que sobrevivirán a esta situación se darán
cuenta del proceso hipócrita y corrupto a que nos han sometido los delincuentes
que nos han gobernado en esta última época, y que han propiciado el deterioro
de nuestra educación y el clima de violencia que se vive en nuestros centros
escolares. Ellos son, en última instancia, los responsables de estas muertes,
ya que son los inductores de un proceso de identidad devastado.
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