Si por algo se recordará el año 2011 no será por ser sólo uno más de los muchos que constituyeron la crisis con mayúsculas del neoliberalismo económico, sino porque durante el mismo se produjo un despertar de las masas tanto en el mundo democrático desarrollado como también en países que carecían hasta la fecha de tradición en este sistema político de gobierno.
En aquellos con, mayor o menor, bagaje democrático a sus espaldas –como el caso de Islandia, España, Reino Unido y Estados Unidos- se produjeron movimientos sociales hasta ese momento desconocidos de ciudadanos que mostraban su disconformidad con la situación política, social y económica. A la par que ésto sucedía, en países del Magreb y del mundo árabe movilizaciones masivas de ciudadanos demandaban y (en algunos casos) conseguían la caída de regímenes autocráticos, en su aspiración de lograr sistemas de gobierno de índole democrático como los existentes en los primeros.
Donde ya se contaba con tradición democrática, las demandas se centraron en avanzar hacia formas de gobierno más representativas, responsables y transparentes; lo que podría venir a denominarse como ‘democracia 2.0’, en clara analogía con la era de internet en la que se produjeron. Eran éstas las exigencias de ciudadanos nacidos y/o criados en valores plenamente democráticos, <<aquellos que asumen como dogma inquebrantable que la soberanía reside en ellos y emana también de ellos a través de la elección de sus representantes en los distintos ámbitos de poder>>, pero ya desengañados a esas alturas por la paulatina degradación de los valores inherentes a un sistema democrático en profunda degeneración. Es por ello por lo que una parte de la ciudadanía elevó su voz y tomó la calle en su afán de expresar su deseo de reformar el sistema político y económico vigente como única garantía de salvaguardar la pervivencia de los valores democráticos amenazados. O si bien se quiere ver, de lograr una evolución natural de las democracias de ‘primera generación’ hacia sistemas democráticos con mayor representación política y participación de la ciudadanía.
Además de la escasa participación ciudadana en las decisiones ejecutivas, uno de los valores fundamentales en profunda degradación en las democracias actuales es el que tiene que ver con la falta de ética política mostrada por los que, por iniciativa propia, se postulan como representantes de la voluntad de los ciudadanos. Precisamente en representación de esa voluntad, los cargos públicos no sólo tendrían que actuar desde la vocación y el firme convencimiento de servicio a su comunidad –dejando de lado intereses personalistas y ánimos sobrados de lucro-, sino que por ese mismo carácter deberían de mostrar también “Responsabilidad” ante sus electores. No me refiero con ello a la responsabilidad civil o penal (de ésas se ocupan los órganos judiciales) sino a la responsabilidad “Moral”, aquella que subyace de fondo en la convicción presupuesta de servicio a la sociedad. Es decir que cuando un representante político en su convicción de servicio público cree personalmente –o bien los hechos prueban- que no ha cumplido satisfactoriamente con su cometido, debería de abandonar también voluntariamente la función pública y volver a sus quehaceres particulares. <<Se ha intentado y no se ha estado a la altura, gracias por todo>>.
Si por el contrario un político rehúsa a hacer la autocrítica necesaria y responder convenientemente a las responsabilidades que su representatividad conlleva, quiere éso decir que el fin que persigue con su actividad pública no resulta en ningún caso servicial ni plenamente desinteresado. Por tanto, este individuo se convierte automáticamente en un fraude para la comunidad a quien dice representar y en un grave riesgo para el correcto funcionamiento del sistema democrático. De no producirse la renuncia voluntaria, representantes electos superiores deberían de responder con la suya y destituir a quien utiliza la función pública para intereses de tipo personalista.
Si por el contrario un político rehúsa a hacer la autocrítica necesaria y responder convenientemente a las responsabilidades que su representatividad conlleva, quiere éso decir que el fin que persigue con su actividad pública no resulta en ningún caso servicial ni plenamente desinteresado. Por tanto, este individuo se convierte automáticamente en un fraude para la comunidad a quien dice representar y en un grave riesgo para el correcto funcionamiento del sistema democrático. De no producirse la renuncia voluntaria, representantes electos superiores deberían de responder con la suya y destituir a quien utiliza la función pública para intereses de tipo personalista.
A mi modo de ver, este modelo de actuación es extensible a todos los ámbitos de representación (políticos o no) y, más aún si cabe por su trascendencia, a cada uno de los ámbitos de la administración del Estado. A ello no debe ser ajeno el ámbito político local y aquí es donde, por todas las razones anteriormente esgrimidas, manifiesto la opinión de que por voluntad y responsabilidad propia o, bien, por decisión y responsabilidad mayor del alcalde… <<yo también creo que Ángel Ibáñez debería dejar el Ayuntamiento de Burgos>>.
A éste le tendremos en el Ayuntamiento durante largo tiempo, porque le sobra cara y le falta vergüenza. Da igual que sea el responsable de la peor gestión económica municipal que se recuerda: déficit descontrolado, insolvencia por deuda desproporcionada, facturas escondidas, caso Espolón y el de la Casa de cultura de Gamonal, subida indiscrimanada de tasas e impuestos, etc, etc, etc. Ahora resulta que sigue cobrando el sueldo de la Universidad sin pisar siquiera su despacho ni justificar sus ausencias. En fin... un pícaro de los que siempre han existido en este país y que encuentran en la política su habitat ideal.
ResponderEliminar¡¡¡VÁYASE SEÑOR IBÁÑEZ, VÁYASE!!!
ResponderEliminarse irá cuando deje de votarle la población.
EliminarCuanto anónimo cobarde.
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