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lunes, 20 de julio de 2015

De Charlie Hebdó a la ley contra la LGTBfobia: discursos de odio y censura estatal.(Parte 2)

Por Pablo Pérez Navarro

Libertad de expresión, homofobia y censura estatal.  


Al fin y al cabo, es muy cómodo defender la libertad de expresión cuando no es nuestra sensibilidad la que se ve directamente atacada por su ejercicio. Y nada significa esa “libertad” cuando se administra a voluntad en función de los intereses políticos concretos de quienes la enarbolan como bandera. 
Si bien esto resulta evidente en el caso del cinismo de la derecha europea e internacional que se manifestó la semana pasada por las calles de París, la ocasión resulta más que propicia para arriesgarnos a pensar más allá, en relación con las llamadas a limitar la libertad de expresión que se hacen desde escenarios más próximos a la militancia de izquierdas.



Preocupante resulta, en este sentido, el amplio consenso que goza, entre los colectivos LGTB, la recientemente aprobada ley contra la lgtbfobia en Cataluña.
Muy en especial respecto al valor de su parte punitiva –el resto, es decir, las medidas para fomentar el trato igualitario de la diversidad sexual en ámbitos diversos como el educativo, el del deporte, la salud o los medios de comunicación, podrían ser una gran herramienta en la lucha contra la lgtbfobia-, que tipifica como faltas administrativas, castigables con multas e inhabilitaciones para cargos públicos, el uso de expresiones vejatorias homofóbicas, bifóbicas y transfóbicas, además de cualquier acción que conduzca a la discriminación o menosprecio de las personas LGTB.
Acciones que incluirían la propia difusión de los discursos homofóbicos, y hasta la distribución de ciertos libros, como pone de manifiesto la denuncia –eso sí, aún por resolver-, a El Corte Inglés por vender el libro “Curar la homosexualidad”. Denuncia que gozará de las simpatías, muy probablemente, de muchas de las que ahora defienden sin paliativos el “valor occidental” de la libertad de expresión, empezando por la que concierne a las publicaciones más claramente islamofóbicas del Charlie Hebdó. 

Por mi parte, y no sólo por las razones con las que argumentaba Judith Butler en Lenguaje, poder e Identidad que “la censura estatal [del discurso del odio] produce discurso del odio”, y que siempre merece la pena revisitar, creo que la homofobia, la bifobia, la transfobia y, ahora más que nunca, la islamofobia, exigen a la vez mucho más y mucho menos de nosotras.
Mucho más, porque ciertos discursos deben salir mucho más caros que la recepción de una simple multa, y no precisamente en términos penales o económicos. Debemos seguir siendo –o, mejor, serlo siempre más que nunca- capaces de organizar respuestas colectivas que, como la que está a punto de conseguir que la homofóbica y casposa letra que la murga Ni Fu Ni Fa preparaba para los carnavales de Tenerife sea retirada, no sólo desautoricen a quien nos pretende agredir con sus palabras, sino que tomen cada discurso de odio como punto de apoyo para señalar y combatir las mil y una formas de discriminación que conforman eso que llamamos “espacio público”. 

Pero también exigen mucho menos, ya que reforzar el poder del estado para limitar la circulación de cualesquiera discursos, para decidir cuáles merecen, y cuáles no, la intervención de la censura en cualquiera de sus formas es siempre un arma de doble, triple o cuádruple filo. Una cultura de lo “políticamente correcto”, que no tolerase, por la vía penal o administrativa, ni Charlies Hebdós, ni obispos de Alcalá, ni Ni Fu Ni Fas, antes o después se volvería contra nosotras, en nombre de la defensa de las sensibilidades religiosas, de la paz social o de la seguridad ciudadana: contra las que se besan al paso del papa, contra las que se manifiestan en capillas como la de Somosaguas, contra las que hacen parodias del PP con capuchas etarras, contra las que cocinan cristos, contra las que se manifiestan frente al congreso, contra las que cuelgan pancartas en la fachada de cualquier edificio; y un largo etcétera que conocemos ya, por desgracia, demasiado bien. 

Visto el consenso, la distopía en la que solicitaremos en respetuoso silencio multas administrativas mientras se nos prohíbe manifestarnos ante la sede de quienes publiquen sus revistas satíricas a nuestra costa o nos insulten desde sus púlpitos podría estar preocupantemente cerca.
Mucho más urgente sería, en la Europa que conocemos y en la que tan orquestadamente nos preparan, recorrer justamente el camino contrario. El de limitar el papel del estado a la hora de censurar el flujo de discursos –y de cuerpos- en el espacio público. Incluyendo los que nos ponen como objetivo a diversas minorías, ya sea que procedan de semanarios de izquierda o de derechas, de las murgas carnavaleras o de las jerarquías eclesiáticas.
Entre otras cosas para no tener que hacer recuento de leyes mordaza cada vez que salgamos a las calles para hacerles frente. Las políticas combativas y contestatarias pueden exigir más energía, pero tienen la ventaja de que su potencial transformador es de mucho mayor alcance que el de las políticas de la censura. Y quien crea que son compatibles, mal que nos pese a veces, se engaña.

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