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Fosa de Estépar donde fueron exhumados los últimos cadáveres en abril de 2015: un clavel por cada asesinado |
Por Basilio El Bagauda
Hace ya algunos años, cuando
entré por primera vez en el antiguo monasterio de Las Bernardas que por aquel
entonces ya era sede de la Escuela Municipal de Música, algo se me removió por
dentro.
Si alguien ha entrado alguna vez
allí y ha subido hasta la primera planta, habrá observado que en sus pasillos
cuelgan carteles y cuadros relacionados con instrumentos y con músicos clásicos
universales y de la tierra. También dentro de las aulas se aprecian los mismos
motivos decorativos.
De una de las paredes en un aula
situado al fondo cuelga un cuadro que, en su momento, me llamó la atención. En
realidad no era más que una lámina enmarcada y ajada por el tiempo, con una
pequeña imagen y una breve remembranza de un famoso músico burgalés: Antonio
José.
A pesar de saber quién era y
por qué estaba allí, me dispuse a leer los tres párrafos con los que alguien
tuvo la osadía, como ocurría con el resto de músicos, de resumir su biografía:
tengo la mala manía de leer todo lo que está a la altura de mi vista.
Cuál fue mi sorpresa, y
rápidamente mi enojo, al comprobar que su vida había acabado sin más en los
montes de Estépar: ¿un joven músico muriendo en medio de un monte, sin más
explicación? ¿Fue allí a morir como los elefantes van a “su cementerio” cuando
barruntan el final? ¿Estaba buscando allí la inspiración y al no encontrarla se
marchitó como se marchitan las flores cuando su sustancia se consume?
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Monte de Estépar. Al fondo, el encinar donde supuestamente asesinaron a Antonio José |
Es evidente que no me hice esas
preguntas pues bien sabía que Antonio José, como tantos otros españoles que
habían puesto sus esperanzas en un cambio cultural, político y social tras años
de dictadura y de una monarquía corrupta y desquiciada, fue asesinado por estar
en el lugar y en el momento equivocado. Pero también y, sobre todo también, por
haber defendido públicamente unos valores y unos principios éticos y estéticos
alineados, seguramente con todas las reservas críticas que todo hombre y mujer
libres deben tener, con el nuevo orden republicano que se habían dado para
sí la mayoría de los españoles.
Por supuesto que toda persona
tiene todo el derecho a reservar sus más íntimas confesiones y sus más
arraigados valores. Jamás discutiré el derecho que todo ser humano tiene no
sólo a ser libre sino también a sentir miedo, prisión de la mente, puesto que
el miedo es libre pero contrario a la verdadera libertad personal.
Tampoco creo que nadie sea
intrínsecamente mejor o peor persona por decir o callar lo que piensa, pero en
tiempos duros y peligrosos como fueron los vividos por Antonio José o como los
que ahora mismo padecen millones de personas arrojadas a la miseria y con cada
vez menos derechos para ejercer la protesta, la valentía con la que se
denuncian las injusticias eran y son una inestimable virtud que eleva a las
personas que la ejercen por encima del resto.
Y llegados a este punto, todos
deberíamos de reflexionar acerca de lo que significa el silencio y la
ocultación tras 40 años de la muerte del caudillo criminal, del fondo y la
forma del fin de la existencia de tantas y tantas víctimas que aún siguen
sepultadas en paraderos desconocidos y escondidas en los sótanos de nuestras
instituciones.
Nuestra democracia nació bajo el
peso de una clase dominante integrada por los herederos de la victoria del 39’
- algunos en el búnker, unos pocos disidentes y los más disfrazados por conveniencia
- y por la gigantesca red clientelar creada alrededor de jerarcas militares,
religiosos y empresariales, los más fieles integrantes del Opus Dei.
Esta clase social conformó a lo
largo de 40 años “de paz” una sociedad reprimida, hipócrita, tremendamente
violenta y hermética donde los perdedores y su descendencia pagaron el precio
con sumisión, producto del miedo a una violencia permitida y latente de clase y
de género, y también con su libertad y con su vida si el miedo no los vencía.
El Estado se convirtió en una
máquina de control social a través de la violencia institucionalizada y de la
inexistencia premeditada de garantías jurídicas de ningún tipo. Con todo ello, en
el cambio a un nuevo orden político, al producirse de manera dirigida, no se
trató de acabar rápidamente con las enfermedades que arrastraba el país y
algunas de ellas, quizá demasiadas, se han hecho fuertes en nuestro cuerpo social:
el grito frente a la barbarie represiva no es más que una apelación a la
justicia que aún no se ha hecho mientras otros pretenden seguir mirando para
otro lado.
Ahora voy a lo personal, aquello
por lo que a cada uno le duele el alma o le trae simplemente recuerdos.
Afortunadamente he de decir que entre mis antepasados no hay ningún ser querido
al que le segaran su vida con una muerte violenta ni tampoco ninguno del que no
sepamos dónde llorarle o simplemente recordarle. Entiendo que eso tiene que ser
tremendamente doloroso…
Sin embargo una de mis dos
abuelas, la madre de mi padre, recordaba con mucha lucidez los últimos años de
la Segunda República y el infierno posterior. Nunca quiso transmitir angustia
ni miedo cuando recordaba con exactitud matemática lo ocurrido ese 19 de julio
del 36 en un importante pueblo de Tierra de Campos donde toda la familia vivía.
Cuando unos cuantos señores de uniforme llamaron a la puerta de su casa y su
madre respondió que el cabeza de familia
no se encontraba en ella. Tras el conveniente registro comprobaron que
la mujer sólo estaba rodeada de niños y niñas y el marido “se había olido la
tostada” y al quedarse sóla con sus hijos les repitió hasta el hartazgo que a
nadie se le ocurriera gritar por la calle una buena ristra de expresiones
inconvenientes.
De poco sirvieron sus
precauciones y unas horas después el marido, mi bisabuelo al que yo no llegué a
conocer, era apresado junto a otros tantos hombres que se dirigían a la capital
conscientes de que era allí dónde se jugaba la batalla más a su alcance.
Puestos a disposición judicial fueron juzgados por el asesinato de un conocido
terrateniente y falangista de la localidad.
Al final como no pudieron demostrar
que más de 20 hombres estaban involucrados a la vez en un homicidio, todos
ellos fueron juzgados de una manera o de otra por su pasado político: acudir a
manifestaciones, ser afiliado, provocar a la autoridad... No fue necesario que
el padre de mi abuela pegara un solo tiro para acabar con una pena de 20 años,
como tantos otros…
Lo que más recordaba y le dolía a
mi abuela era que en realidad eso sirviera, o a esa conclusión llegó, para
intentar romper a las familias, acabar con su economía, destrozar su hábitat,
aniquilar toda posibilidad de convivencia y de supervivencia. Tras ser
despojados de todo hicieron su pequeña emigración a la ciudad, como tantos,
para poder sobrevivir y seguir el camino presidiario de su padre.
Tras ser
despojados de todo, el sistema seguía funcionando para que estas familias no
levantaran cabeza, para que la pobreza fuera un castigo trasmitido como
herencia. Y a pesar de ello, y de todas las zozobras por las que pasó su
familia y pasó ella al formar la suya nunca contaba todo esto con rencor, sino
con orgullo y dignidad. Era consciente de que su España había hecho todo lo
posible por maltratarla a ella y a los suyos y no lo había conseguido, no del
todo.
Mi padre, de todos sus hermanos,
era quizá el más consciente de las herencias y memorias de la familia y tenía
en su alma alojada la rabia que mi abuela no había estado dispuesta a mantener
para sí. El que más rabia sentía al no saber completamente el porqué de las
desgracias de su abuelo, perseguido por el sistema hasta que dejó de ser
molesto, ni como había empezado todo.
Mi padre era un hombre hermético
y airado pero emotivo, poco dispuesto a la comunicación y aún menos al
agradecimiento y pocas veces al cariño, para que vamos a engañarnos. Explico
esto no por gusto sino para que se entienda mejor que el día que más feliz y
más emotivo que yo le recuerdo a mi padre fue el día que aparecí por casa con
unos cuantos papeles entre las manos y le expliqué que gracias a una serie de
personas que trabajaban para una Asociación de Memoria Histórica había
conseguido el historial de prisiones y los motivos por los que su abuelo había
acabado entre rejas. Se acercó a mí y me hizo saber con las lágrimas que nunca
se había permitido tener que era el mejor regalo del mundo que nadie le había
hecho nunca.
Así de esa manera pude entender
mejor la historia de la familia, los recuerdos de mi abuela y pude ver al padre
humano y cercano que siempre se había ocultado.
Por eso creo que el silencio mata
y que la ocultación deja heridas incurables que no ayudan a dignificar nuestra
vida colectiva. Muy al contrario nos dividen, nos angustian y acaban con la
empatía necesaria que toda persona debe de tener por las víctimas.
Hoy he sabido que el Ayuntamiento
de Burgos, como al parecer en otras ciudades de España, celebraba un acto en
conmemoración del asesinato de Miguel Ángel Blanco y de todas las víctimas de
ETA. También que lo convocaba con gran solemnidad la concejala popular Gema
Conde, la misma que forma parte de un grupo que nada quiere saber ni de la
memoria histórica ni de recuperar de la ignominia del olvido a quien
simplemente había defendido el orden democrático.
Es muy triste que haya una parte de los españoles
que consideren que los vivos se merecen justicias diferentes y que esto debe durar hasta más allá de su muerte.
Pero es aún más triste comprobar como un grupo político cercano a mis valores,
al memorialismo, y que se ha presentado como la candidatura popular, Imagina
Burgos, se haya presentado al homenaje sin realizar ninguna acción política que
deje en evidencia a los hipócritas y populistas populares: hubiera bastado con
una rueda de prensa en la que el líder de la formación hubiera invitado a la
concejala a hacer homenaje a las víctimas que siguen criminalmente sepultadas.
¡¡Qué pena!! ¡¡Para estas
alforjas ya tenemos al PSOE!!